Es gente rota por dentro, con escasos vínculos visibles con cosas a las que el común de los mortales suelen tener apego, y dispuesta a trasponer (en su discurso al menos) ciertos límites que marcan la urbanidad, la convivencia social, la empatía o la corrección política: disfrazan de rebeldía que quiere correr o derribar los límites ciertos comportamientos patológicamente violentos -en todas las formas posibles de la violencia, sin excluir necesariamente la física- que en otros tiempos y otros contextos sociales y políticos les hubieran valido el señalamiento y la marginación. En otros tiempos, claro, en estos les franquearon la puerta de la Rosada.
Las ideas que el tipo expresa son otra cosa, aun cuando eso no las convierta en cuerdas: son un conjunto de apotegmas recitados con el fervor de los versículos bíblicos o las formulaciones catequéticas que el estado de la ciencia económica -incluso desde buena parte de la ortodoxia- no toma demasiado en serio, y que como tales, no se han aplicado jamás en ningún lugar del mundo, en ningún tiempo histórico. El ideal de sociedad con el que Milei sueña parece más bien del mundo onírico de las historietas o los video juegos, que de la vida real. Y acaso allí esté la razón principal de su magnetismo en buena parte de sus electores: les ofrece una fantasía que les parece más atractiva que la agobiante realidad.
Y los intereses concretos, puros y duros, que el fenómeno Milei vehiculiza políticamente son muy otra cosa, conocida y remanida y a la cual se le ven los hilos, si uno pone un poco de atención: se expresan a través de las manos invisibles del mercado que redactaron el mega DNU y la ley ómnibus, o del cada vez más desembozado intento de Macri y el PRO (el principal armazón político del poder económico) de apropiarse de un gobierno que es en buena medida el resultado del desencanto electoral de muchos argentinos con el suyo.
Al respecto, es de muy recomendable lectura esta nota de Ricardo Aronskind en "La Tecla Eñe" sobre los dilemas que el gobierno de Milei le plantea a ese poder económico, en términos de viabilidad social del ensayo.
Pero más allá de la utilidad que pueda tener dilucidar el grado de perturbación mental del presidente y como eso impacta en sus decisiones -y por ende en nuestra vida cotidiana en tanto depende de ellas-, lo real es que Milei no llegó a su cargo por sorteo, sino porque más de 14 millones de argentinos lo pusieron allí con su voto. Y si algo no tiene el personaje es misterio, o matices: lo que se ve (una persona con fuertes perturbaciones y conflictos no resueltos, que plantea una utopía social violenta y regresiva) es lo que es, y así lo votaron, muy posiblemente por ser precisamente así.
Lo cual nos lleva a indagar sobre las implicancias políticas, electorales y sociales de la salud mental (entiéndase el concepto en un sentido amplio, no de diagnóstico médico terapéutico) de buena parte de la población argentina, que votó como votó y nos trajo hasta acá. Que eligió -parafraseando a León Gieco- como presidente a un ídolo de los quemados.
Porque Milei podrá consumirse en su propio fuego o terminar desencadenando una crisis institucional que se lo lleve puestos a él y a su gobierno, pero esos millones de rotos, perturbados, desencantados, frustrados (ponga cada uno el rótulo que le parezca, solo o en compañía de otros) seguirán estando allí, caminando entre nosotros, demandando -acaso de un modo impreciso, inconexo, inorgánico y hasta infantil- respuestas políticas, y representación.
Son
parte inescindible de una realidad distinta a la que supimos tener que
vino para quedarse, y nos interpela políticamente a nosotros, como bien
lo señala ésta otra (excelente) nota de Marcelo Figueras en "El cohete a la Luna".
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