Diciembre de 1961. En el escenario montado en el aula magna de la Facultad de Derecho de la UBA, un innovador músico de tango despliega entre bandoneón y piano toda la impronta vanguardista del género. Su nombre es Eduardo Rovira. Entre el público, mezclado con los estudiantes, un espectador de lujo escucha con atención, hasta que el reconocimiento y la aclamación general lo empujan al escenario. Astor Piazzolla se hace cargo del bandeoneón que le cede su anfitrión e improvisa varios minutos sobre el clásico “Los mareados”. Al finalizar, el invitado devuelve el instrumento a manos de su dueño y se retira sin hacer comentarios. Rovira, entonces, retoma donde dejó Astor y acomete largas variaciones del mismo tema. La historia, rigurosamente verídica, pinta y resume la relación equidistante de dos grandes creadores contemporáneos, revolucionarios y heterodoxos, que buscaron, cada cual a su manera, cambiar el eje físico del tango, de los pies a la cabeza. Sin la fama de Piazzolla, acaso