«Componer me produce un gran placer —escribió Clara Schumann—. Nada supera la alegría de la creación, aunque solo sea porque gracias a ella me olvido de mí misma y vivo en un mundo de sonidos».
«Olvido de sí misma», «cuidado de sí», «tiempo para ella», «tiempo mío». Llámese como se quiera, parece que esta señora lo necesitó. Clara Schumann, de soltera Wieck, tenía un talento aterrador.
Fue una de las más distinguidas pianistas del siglo XIX. Y abrió caminos nuevos por ser una de las primeras concertistas que interpretaron música de memoria —práctica que con el tiempo se volvió habitual—; y fue elogiada por las principales figuras musicales del momento, como Liszt, Chopin y Brahms. Cuando dio una serie de recitales en Viena a los dieciocho años, un crítico que estuvo presente señaló: «La aparición de una artista como ella es de las que hacen época […] El pasaje más corriente y el motivo más rutinario adquieren en sus manos creativas un significado nuevo y un color que solo se consigue con el arte más consumado».
Esta artista consumada y que hizo época fue además madre de ocho criaturas. Por lo que sabemos, Clara sostuvo la casa de los Schumann casi con su solo esfuerzo: fue la principal fuente de ingresos; cuidó de sus nietos cuando falleció su hijo Felix; tuvo que hacer frente a varios casos de enfermedad mental que hubo en su familia; dio clases con total dedicación; y fue musa de varios compositores. Por si esto fuera poco, escribió piezas maravillosas: veinte para piano, docenas de canciones, obras instrumentales y de cámara. Hacia el final de su vida compuso la tierna y apasionada romanza que recomendamos para hoy.
(Hablando de romanzas y romances, Clara se casó con un caballero llamado Robert Schumann que también compuso música. Más sobre él más adelante.)
Clemency Burton-Hill
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