He aquí otro ejemplo de resistencia espiritual en forma de música y tan conmovedora que me deja tiesa. El compositor francés Olivier Messien tenía treinta y un años y era prisionero de guerra cuando la escribió. Cuando cayó Francia, en 1940, fue detenido y deportado a un campo alemán situado a unos cien kilómetros al este de Dresde. En el Stalag VIII-A estaban igualmente prisioneros el clarinetista Henri Akoka, el violinista Jean le Boulaire y el violonchelista Étienne Pasquier. Un guardia alemán llamado Karl-Erich Brüll se compadeció de Messien, le consiguió un poco de papel y un pequeño lápiz y, en circunstancias imposibles de comprender hoy, el compositor escribió la pieza que podría considerarse su obra maestra.
La ejecución corre a cargo de un grupo de instrumentos poco habitual — clarinete, violín, piano y violonchelo— que se enfrenta a no pocos problemas a la hora de fundir estructuras y equilibrar la sonoridad. Pero tales fueron los instrumentos a que tuvo acceso Messien en el campo. Los músicos estrenaron la obra al aire libre al atardecer del 15 de enero de 1941 con instrumentos abollados, improvisados y desafinados.
Llovía y una capa de nieve cubría el suelo. Los testimonios no se ponen de acuerdo sobre cuántos prisioneros estuvieron presentes en el Barracón 27 aquel atardecer. Pero parece que oscilaron entre los 150 y los 400: franceses, polacos y checos de todas las capas sociales, apelotonados, y en cuyos andrajosos uniformes estaban bordadas las iniciales «KG»; es decir, Kriegsgefangene, «prisionero de guerra». Un asistente contó tiempo después: «Todos éramos hermanos».
Messien fue un hombre religioso cuya fe no titubeó nunca y su obra está impregnada del lenguaje y el espíritu de la redención. He elegido como punto de inicio este movimiento para piano y violonchelo, «Alabanza de la eternidad de Jesús».
Clemency Burton-Hill
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