¡Feliz día este, en que Mozart vino al mundo! Es un cliché llamarlo genio, y muy difícil de cuantificar, pero creo que todos estamos de acuerdo en que cuando nació este genio rompieron el molde: niño prodigio, seguramente el autor de melodías más dotado de cuantos ha habido y habrá en este mundo, compositor de una música tan profunda, densa, ingeniosa, tierna, conmovedora y humana que el solo hecho de que exista hace que las cosas sean un poco mejores.
Vamos a oír mucho Mozart este año, así que espero que coincidan conmigo en lo que voy a decir. No oiremos demasiado Mozart —podría llenar los 365 días solo con sus obras—, pero sí suficiente para que percibamos la habilidad que tenía para escribir sobre cualquier cosa que le llamara la atención. Compuso su primera sinfonía cuando tenía ocho años y su cuadragésimo primera cuando tenía treinta y dos. Fue la última, ya que falleció menos de tres años después.
Cuando llegó a esta las escribía a razón de una al mes: escribió la 41 en agosto, todavía le quemaban los dedos porque había escrito la 39 en junio y la 40 en julio. Siempre dispuesto a ganar algún dinero suplementario, Mozart, que era muy emprendedor pero nunca tenía un céntimo, había hecho gestiones para que se interpretara en un casino que acababan de abrir en la Spiegelgasse de Viena, pero no pudo ser. A pesar de todo, esta obra ha acabado por ser una de las más interpretadas del repertorio sinfónico. Su cuarto movimiento en particular es algo glorioso y espero que obre maravillas en todos ustedes, donde quiera que estén y estén haciendo hoy lo que estén haciendo.
Clemency Burton-Hill
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