En los coros británicos hay un ritual consistente en darse un lingotazo de vodka con objeto de alcanzar las bajísimas notas de dos obras corales a capela de Rajmáninov, Las vísperas (1915) y esta. No sé si este expediente será válido, aunque a mí me parece un buen pretexto para emborracharse, una actividad en la que los músicos británicos son realmente expertos.
Pero lo cierto es que Rajmáninov escribe notas de un registro muy grave para los bajos y que los cantantes normales no llegan a ellas. Parece que cuando Rajmáninov enseñó a un amigo la partitura de Las vísperas, el amigo exclamó: «Pero ¿dónde vamos a encontrar bajos de estas características? Son más raros que los espárragos en Navidad».
(La comparación no es mía, pero es oportuno recordar que las verduras, ejem, solo deberían estar disponibles en la temporada que corresponda.) Pero volvamos a la música y lo que aquí tenemos es una melodía radiante para un coro sin acompañamiento instrumental; muy alejada, con sus escuetas y luminosas texturas, del romanticismo maduro de las obras pianísticas de Rajmáninov que ya conocemos. Oír la presente obra fue para mí otro de esos momentos que señalan un antes y un después: sencillamente, no podía dar crédito a mis oídos.
Rajmáninov fue un hombre de profunda religiosidad privada y al parecer venía pensando desde hacía años en musicalizar esta liturgia —el principal oficio de la Iglesia ortodoxa oriental—, en cuya composición se embarcó en 1910. A diferencia de muchas otras composiciones suyas, aquí parece que se sintió inspirado por el cielo desde el principio. «Empecé a trabajar en ella un poco por casualidad —escribió a un amigo—, pero la terminé muy aprisa. Hacía mucho que no escribía nada con tanto placer.»
Clemency Burton-Hill
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