Ya conocemos a algunos discípulos estelares de Boulanger: Philip Glass, Aaron Copland y Astor Piazzolla, así como a su protegido Ígor Stravinsky y a su hermana Lili. La propia Nadia era una fuerza de la naturaleza. Convencida de que hay que conocer las reglas para subvertirlas, respetaba el pasado con un rigor que le sirvió para concebir el sonido del futuro.
Las hermanas Boulanger crecieron en un hogar musical: el padre, Ernest, era compositor, y a menudo se presentaban en casa amigos suyos como Charles Gounod (3 de junio) y Gabriel Fauré (30 de enero, 15 de mayo) para ponerse a improvisar cosas. Al principio, cuenta la leyenda, Nadia detestaba la música y, cada vez que oía tocar algo, abandonaba la habitación. Pero a los cinco años cambió algo en su interior: una alarma melodiosa la empujó hacia el piano de la familia y se esforzó por imitar su sonido. Quedó enganchada.
A los diez años se matriculó en el conservatorio de París y, como deseaba ser compositora, se presentó al famoso Prix de Roma —el máximo certamen de música de Francia— no menos de cuatro veces, aunque no consiguió nada. Debió de escocerle cuando Lili lo ganó en 1913, con diecinueve años, la primera mujer que lo consiguió. Nadia siguió componiendo deportivamente durante unos años más —estas fantásticas obras para violonchelo datan de 1914—, pero luego se dedicó a enseñar, a dirigir y, después de la prematura muerte de Lili, a promover la música de esta.
Mademoiselle, pues la llamaban así, era infatigable. Hasta el día de su muerte —un 22 de octubre— enseñó en su casa de la Rue Ballu, con su largo vestido negro, su moño, su pajarita y sus quevedos. Dispensaba «consejos sobre la buena vida» y en cierta ocasión dijo a Quincy Jones que «su música nunca será ni más ni menos de lo que sea usted como persona». Mi heroína.
Clemency Burton-Hill
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