Esta fue la última sinfonía que compuso Bruckner. «He dedicado mi última obra al rey de reyes, a mi querido Señor —escribió—, y espero que me conceda tiempo suficiente para completarla». Pero Dios hizo oídos sordos: Bruckner murió este día sin haberla acabado.
La obra es extraordinaria: un intento colosal y desmesurado por alcanzar la eternidad, y este tercer movimiento, que Brucker llamó su «adiós a la vida», deja el corazón hecho trizas. Envuelto en ambigüedad tonal desde el principio, se nos lanza inmediatamente a un intervalo disonante, una novena: empieza con las cuerdas en Si bemol y las eleva por encima de la octava natural, hasta un do anormalmente más alto. Lo que sigue es una alternancia de episodios de devoción y éxtasis, humildad y poderío, tristeza y despedida. Es sobrecogedor.
Es una de las piezas más largas que he propuesto este año, ya que dura unos veinticuatro minutos, pero tiene tal magnitud metafísica, tal alcance trascendental, tanta humanidad irracional y tanta gracia que sugiero reservar un rato, hoy, mañana, cuando sea, para escucharla por entero. Dense un baño, tómense una copa de cualquier cosa, enciérrense; pónganse un antifaz, cierren el dormitorio, cárguenla en el móvil y vayan a dar un paseo; o esperen a hacer un viaje que dure lo suficiente para escucharla hasta el final sin interrupciones.
Hagan lo que crean necesario, pero si pueden sumergirse en ella, si pueden escucharla con atención, sin distracciones, les juro que valdrá la pena. Dicho de otro modo: a diferencia de muchas otras obras que he recomendado, mejor no oigan esta mientras planchan.
Clemency Burton-Hill
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