El corazón ferviente de Bach se encuentra en sus cantatas y en las dos Pasiones que completó. Puedo jurar que se encuentran entre los mayores monumentos artísticos que tiene la humanidad. Escrita para el oficio de vísperas de Viernes Santo y estrenada probablemente en 1727 en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, donde Bach vivía entonces, esta Pasión pone música a los capítulos 26 y 27 del Evangelio de Mateo.
Describe los hechos que culminan con la crucifixión de Jesús con creciente dramatismo, emoción pura y una música que está entre las más conmovedoras que se hayan escrito. Bach se concentra sobre todo en el Jesús humano, y aquí vemos también al Bach humano, con toda su defectuosa y turbia humanidad; su capacidad para sentir todo lo sensible; su capacidad para consolar a todo el mundo, sea quien sea, crea o no crea en algo. Bach se enfrenta a los sobrecogedores problemas de la vida —y de la muerte— con rigor y generosidad inquebrantables.
Si hay algo más extraordinario que la obra misma es el hecho de que estuvimos a punto de no tenerla. Bach, como ya he dicho en algún momento, no fue muy apreciado después de su muerte; cayó en una relativa oscuridad durante el Clasicismo y el primer Romanticismo, su música se desestimaba por fría y matemática. Si no hubiera sido por la determinación del veinteañero Felix Mendelssohn, que organizó en 1829, en Berlín, una ejecución histórica de La pasión según san Mateo, tal vez la hubiéramos perdido para siempre.
Habría podido elegir cualquier escena, pero este coro inicial es una maravilla. Por encima de la interacción de un doble coro, Bach sitúa un coro infantil que nos deja a merced de un terremoto sonoro y emotivo. Allá vamos.
Clemency Burton-Hill
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