Ni tan lejos ni tan cerca, los 90 vuelven cada tanto, revalorizados y nostalgiados. ¿Y si no leemos el contexto y las consecuencias de esa década? La falsa ilusión individual de la buena vida parece volver en una promesa de futuro. En esta nota, el autor repasa algunas de las consecuencias que tuvo pensar que el Estado sobraba. Spoiler alert: si no te acordás o no viviste los 90, no salió bien.
Por Nano Barbieri para La tinta
La recuerdo como se recuerdan todas las emociones a esa edad, con una intensidad fotográfica y un dramatismo yugular. La década del noventa fue nuestro Tango Feroz, nuestra primera ventana al mundo social. Los que tenemos alrededor de cuarenta nos volvimos adultos en una de las décadas culturalmente más transformadoras de la historia reciente: regresiva, revulsiva, luminosa y atractiva.
De los cambios podemos esperar el maquillaje, pero cuando las transformaciones suceden, ya nada será igual. Aquellos primeros años de la última década del siglo le dieron forma a muchas de las encrucijadas en las que vivimos hoy. Nada de lo que entonces nació pudo claudicar porque el menemismo sí tuvo -tal vez más que ningún otro momento político democrático- un proyecto de país a largo plazo.
En clases, aprendimos los conceptos de eficacia y eficiencia en casi todas las materias que cursábamos. Lo recuerdo tanto que olvidé las diferencias. Siempre hablábamos de la gestión, palabra que se puso de moda como tantas otras para destacar lo moderno por sobre lo precario, lo dinámico sobre lo público. Mientras tanto, algunas novedades parecían menores, como abandonar los envases para comprar una gaseosa o hacer grandes compras en cuotas, pero otras se percibían mayores, como las jubilaciones privadas, la medicina prepaga o la multiplicación de las escuelas exclusivas. La realidad se percibía eufórica, novedosa y, amparada en la perversa burbuja de la convertibilidad, había una sensación de ingreso al futuro. Y como sucede cada vez que las papilas perciben el sabor del consumo, daba la sensación de que, incluso, lo merecíamos. El coaching.Si tuviera que cerrar la nota aquí mismo, diría que es esto lo que todavía nos separa. Porque fue esta transformación cultural lo que nos apartó de los demás y es también la que nos vuelve socialmente olvidados. En la cultura del zoom, solo vemos figuras sin contexto. La pobreza se vuelve una responsabilidad individual y la riqueza olvida la herencia. Todas las herencias.
Abandonamos todo (o casi todo) lo que genera comunidad y lo hicimos a gusto. Entronados en el culto a la persona y el mercado, para cada problema colectivo hubo una respuesta individual, privatizadora. Para la seguridad pública, se multiplicaron las urbanizaciones cerradas y decenas de miles de guardias; para la educación de nuestros hijos, un universo de ofertas privadas; para la salud pública, la invención de la medicina prepaga; para las jubilaciones, las AFJP, en lo que fue la única derrota revertida. Abandonamos la cosa pública, el lugar de encuentro, la preocupación compartida. Los años que siguieron solo consiguieron solidificar aquellas transformaciones.
El clima de época tenía infinitas expresiones. La multiplicación de canales televisivos diseñó una propuesta informativa y cultural prácticamente para cada nicho que existiera: cada uno escucharía y reafirmaría lo que ya conoce. Las redes sociales vinieron, casi una década después, a reforzar al máximo esta tarea. El hombre alienado se separa del producto de su trabajo, pero el hombre socialmente alienado se separa de la comunidad a la que pertenece, la desconoce e, incluso, ignora que la produce. Le da lo mismo.
Tres décadas más tarde, todo esto es pura vigencia. ¿Dónde queda el Estado? Todavía, en cientos de miles de aspectos de nuestra cotidianeidad. En las escuelas públicas de las provincias, las universidades, la protección de las economías regionales, en la medicina, en la ciencia, en el turismo, en los hospitales públicos, en la asistencia por discapacidad, en los planes de emergencia, en las contingencias inesperadas, en las catástrofes como el COVID. Hay un Estado prácticamente omnipresente que se encarga de disimularlo muy bien. La normalidad de uno de los Estados de bienestar más importantes del continente da la sensación de que nunca nos llega. Ni jamás nos llegó.
La antesala de las mega transformaciones menemistas fue la
hiperinflación y la sensación de que el Estado sobraba. Al igual que en
los años noventa, un tiempo global favorece hoy esta interpretación. El
consenso de Washington de fin de siglo es el clima post pandemia de
estos años veinte. Cuando el sistema cruje, emergen la rabia y las ganas
de romperlo todo. Hay emoción, pero también racionalidad. El discurso
que apela al individuo caló muy hondo en todo aquello que nos separa.
Como una tercera jugada de la historia larga, la segunda en democracia,
esta coyuntura amenaza con desgarrar lo que aún nos mantiene juntos.
Como si por algún milagro esta motosierra no fuera a cortar, otra vez,
la rama sobre la que estamos parados cada uno de nosotros.
Nano Barbieri
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