Este año hemos conocido a unos cuantos genios creativos que tuvieron confianza suficiente para beber de todo el canon mientras se mantenían fieles a sus principios. Uno de los más grandes es el americano Leonard Bernstein, que nació este día.
Además de componer algunas de las mejores obras de la historia del teatro musical, escribió sinfonías, misas y piezas de cámara. Fue un director de orquesta popularísimo, vinculado con orquestas de categoría internacional como las Filarmónicas de Nueva York y Viena y la Sinfónica de Londres. También fue pianista de calidad, escritor y conferenciante de gran profundidad intelectual, y un comunicador destacado que hizo programas en la televisión para divulgar las maravillas de la música clásica y educar a personas de todo género y condición con un estilo ágil y en modo alguno condescendiente. Es uno de mis héroes musicales de todos los tiempos.
Bernstein aprovecha aquí pasajes tanto de Beethoven (una frase del adagio del concierto «Emperador», cuyo primer movimiento oímos en mayo) como de Tchaikovski (de su ballet El lago de los cisnes). Esta canción se oye por primera vez durante una secuencia de baile; y la retoma la conmocionada María cuando su amado Tony muere en sus brazos. Bernstein y su letrista Stephen Sondheim explotan el argumento más sencillo que existe pero también el más desgarrador —hoy no, amor mío, pero algún otro día, en algún otro lugar, podremos estar juntos— y lo enmarcan con una música tan directa y con la que es tan fácil identificarse que nos hace pedazos.
No es de extrañar que esta canción haya cobrado vida fuera del teatro y las salas de conciertos: la ha cantado todo el mundo, desde las Supremes (que la interpretaron como un himno por los derechos civiles) hasta la mismísima y única Barbra Streisand.
Clemency Burton-Hill
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