Ya conocemos de manera indirecta a la dotada pianista y compositora franco- irlandesa Augusta Holmès: se dice que César Franck escribió la espectacular sonata para violín que oímos hace unos meses (18 de junio) mientras estaba prendado de ella. (Situación desafortunada porque él estaba casado y, como veremos, a su mujer no le sentó nada bien que Franck hiciera declaraciones de amor musicalmente codificadas.)
La propia vida sentimental de Holmès fue un tanto agitada: recibió atenciones de Liszt, Saint-Saëns, Rimski-Kórsakov, Wagner y el poeta Catulle Mendès, con quien vivió maritalmente y con el que tuvo cinco hijos. Chismes aparte, Holmès es más interesante por su música: empezó a componer a los doce años, publicó sus primeros trabajos con el seudónimo de Hermann Zenta y acabó escribiendo cuatro óperas, una sinfonía, doce poemas sinfónicos y más de 120 canciones para las que también aportó el texto.
Cuando murió su padre, Holmès, que no se casó nunca, heredó su fortuna. Económicamente independiente y sin ataduras, publicó con su propio nombre y gastó su dinero en lo que quiso. En su caso se trató de lecciones musicales: empezó a estudiar con Franck y compuso sus principales obras en esta época. A diferencia de otras compositoras que se sintieron obligadas a permanecer dentro de los límites «respetables» de la música de cámara y la canción artística, Holmés cultivó temas épicos y mitológicos, y no tuvo empacho en lanzarse a aventuras de gran aliento: por ejemplo, para su Oda triunfal, escrita en 1900 para la Exposición Universal de París, necesitó no menos de novecientos cantantes y una orquesta de trescientos instrumentos.
Clemency Burton-Hill
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