Más que escribir música juvenil en su juventud, Mahler pasó sus años mozos intentando resolver los enigmas del universo, tratando la sinfonía como un medio para plantear las preguntas más difíciles de la vida y exponer su fe compleja y atormentada. «La sinfonía —dijo cierta vez a Jean Sibelius—, debe ser como el mundo; debe ser omnímoda, debe abarcarlo todo.»
Tenía unos veintisiete años cuando empezó a trabajar en esta omnicomprensión concreta. Al principio ideó un «programa»: el primer movimiento, según él, representa un entierro y analiza problemas como «¿hay vida después de la muerte?» (casi nada); el segundo evoca tiempos más felices; el tercero repasa la inutilidad de la vida; el cuarto anhela la liberación de todos los sinsabores insignificantes de la vida; y el quinto vuelve a dudas y preguntas anteriores y da un trascendente salto final en busca del renacimiento eterno. Todo muy cotidiano y para andar por casa,
¿verdad? Aunque Mahler retiró luego el programa, este nos permite ver su forma de pensar en esa época.
Esto es demasiado para algunos oyentes. Las sinfonías de Mahler son demasiado grandes, demasiado maduras, demasiado macizas. Para otros representan el punto culminante de las ambiciones artísticas. Para mí son los esfuerzos musicales más grandiosos que conozco, exceptuando quizá las Pasiones de Bach y la Novena de Bruckner, por «expresar lo inexpresable» (no tengo otra forma mejor de decirlo).
No soy la única persona que piensa así. Una interpretación reciente de esta sinfonía en los Proms de la BBC recibió la ovación más larga de que se tiene noticia en la historia de estos ciclos de conciertos. Y en 2016 se vendió en Sotheby’s la partitura original por 4,5 millones de libras, lo máximo que se ha pagado en una subasta por un manuscrito musical.
Clemency Burton-Hill
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