Hoy celebramos otro cumpleaños musical: el del gran compositor español Manuel de Falla. En 1914, cuando escribió esta suite, Falla llevaba siete años viviendo en París, donde se había enamorado de una peña musical de moda en que estaban Debussy, Ravel y Stravinsky.
Podemos percibir pasajes de sello impresionista y neoclásico en sus obras de este período, pero, a semejanza de sus compatriotas Isaac Albéniz y Enrique Granados, Falla nunca pierde de vista sus orígenes. «Los efectos armónicos que producen nuestros guitarristas —señaló en cierta ocasión— representan inconscientemente una de las maravillas del arte natural». Falla siguió cautivado por la música tradicional de su tierra y volvió a Madrid menos de un año después de componer esta obra.
Escrita inicialmente para voz y piano, esta suite es básicamente un puñado de cartas de amor a diversas regiones españolas, desde Asturias hasta Andalucía. Abundan, como podría esperarse, en impresionantes ritmos de baile —como esta jota— y en melodías pegadizas, aunque Falla se remite a veces a los colores, más sombríos, de la tradición flamenca.
La suite fue arreglada posteriormente para toda clase de combinaciones: tal es la viveza y atractivo que parece transmitir esta música, sea cual fuere el instrumento. A mí me atrae en especial una versión para violín y piano, que alterna la animación con la sensualidad.
Clemency Burton-Hill
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