Aquel cuadro de Van Gogh fue el primer impacto del disco, es una de las obras de arte que se me aparece cuando pienso en la pintura. Me ocurre algo particular con la figura de Van Gogh, ver sus pinturas trae emociones desde diferentes lugares, quizá por conocer su historia, su lucha sabia, eterna, su artística convicción, esa prepotencia de trabajo, por ser un suicidado por la sociedad.
Cuando compré ese álbum yo no tenía un cuarto propio en mi casa, antes tampoco. Pasé la infancia viviendo en uno de los tantos conventillos de Villa Crespo y allí dormíamos mis padres y yo en la misma pieza, con baño y cocina compartida. Luego alquilamos una casa en donde hubo un pequeño avance, ya para ese entonces dormía en el comedor. Por eso, cuando escuchaba el tema “Mi cuarto”, la letra me gustaba porque hablaba de algo desconocido, tener un lugar para mí.
“En mi cuarto se refugian las heridas, que me han hecho los golpes de la vida”. Yo cargaba con pocos golpes a esa altura, pero ya me sentía con derecho a esconder aquellas cosas que uno prefiere guardarse.
Vivencia eran Eduardo Fazio y Héctor Ayala, cantantes y guitarristas que en 1972 soñaron un proyecto musical alrededor de la fusión entre el folk y el rock argentino. Una noche vieron una película que los flasheó: «Woodstock» (de 1969), de ahí en más el plan de hacer música se instaló en sus corazones.
Era una idea original porque en ese tiempo se escuchaba mucho rock pesado, rock progresivo, mucha cosa eléctrica que distaba de la guitarra acústica y sus climas lentos y volados. Los que estudiábamos guitarra conocíamos muy bien a Héctor Ayala padre, un enorme guitarrista de tango y folclore que era autor de varios libros con partituras para guitarra.
Habían publicado en 1972 una obra conceptual llamada “Vida y vida de Sebastián”, y esa fue su presentación en sociedad, nada menos que con canciones que emulaban a una ópera, algo riesgoso para el ámbito rockero de aquellos días electrificados. Para el año 1973 publicaron el nuevo álbum titulado “Mi cuarto”, y ahí los conocí al escucharlos por la radio. Los vi en vivo y me gustaba su estilo diferente, la dulzura de las voces, el clima a fogón que se daba al escuchar esas canciones.
“En mi cuarto, en mi cuarto tengo hermanos a montones, tengo libros, tengo libros que aclararon mis errores, tengo a mano mi guitarra, cuando estalla una plegaria, no estoy solo”. Eran párrafos que me pegaban fuerte, podrían haber sido palabras mías relatando sensaciones adolescentes.
En sus letras asomaban sensaciones que yo compartía. El rock argentino tenía varios costados y todos eran útiles a la hora de crecer, sobre todo para mí, que era un adolescente que necesitaba descubrir lo que estaba detrás de las canciones, con la imperiosa necesidad de sentirme acompañado por esos chicos y chicas que estaban al lado mío escuchando esas melodías susurradas con la potencia que carga cualquier aliado que uno lo siente como tal. Con guitarra eléctrica, batería, bajo potente o con una acústica suavecita, de un sonido metálico tan livianito que se nos metía lentamente entre la ropa, todas eran herramientas válidas para darnos esa identidad que buscábamos.
Salvo los desubicados de siempre, esos fanáticos que creen que lo propio es lo único que merece existir, creo que en la gente de ese tiempo había cierto sentimiento de unidad. Como si viéramos en cada persona que escuchaba rock a un camarada, alguien inquieto por generar una comunidad que nos contenga a partir de gustos musicales, esa era la tarjeta de presentación. Una manera de vestir, un lenguaje en común, costumbres y códigos que se percibían en el aire, cierta comprensión de letras, películas, músicas, eran un nuevo registro de ADN que se transmitía sin necesidad de ningún análisis, los resultados no venían de los laboratorios, sino de los barrios.
Entonces uno podía ver a Invisible, Aquelarre, Litto Nebbia y su trío, Sui Generis, Alma y Vida, Vox Dei, Pappo’s Blues o Vivencia, que no significaba una disolución de los ideales, cada uno de esos grupos aportaba al movimiento desde su lugar, sus canciones, su estilo, todo estaba del lado de adentro y su público también.
Tiempo después, como siempre ocurre, apareció una mujer que me hizo reparar en otra canción de ese disco: “Los juguetes y los niños”. Una tarde estábamos frente a una juguetería de la avenida Corrientes, yo miraba extasiado un tren que daba vueltas sin parar. Atravesaba montañas, túneles, cruzaba puentes, se detenía en estaciones tipo inglesas, la señal bajaba y volvía a arrancar, era maravilloso verlo. En pleno trance escucho la voz de Mónica que entonó: “y mientras los niños sufren, los juguetes se preguntan, con tantos niños afuera, ¿qué hacemos en la vidriera…?”. Giré, ella sonrió casi maternalmente, y por unos segundos caí en la hermosa sensación de no saber qué hacer cuando todo es emoción. Siguiendo en ese viaje de no pensar, me acerqué y le di un beso. Nos abrazamos y nos fuimos por la vereda, en zig zag, cantando para nosotros: “hace mucho frío, y los negocios esperan, con impaciencia las ventas, las ventas…”.
Como a Mónica le gustaba mucho Vivencia los vimos varias veces en poco tiempo, siempre alguien nos pasaba el dato de si tocaban por Capital o en algún club del Conurba. Seguramente acicateado por esta situación empecé a disfrutarlos más. Recuerdo que me gustaba mucho cantar una canción que era cortina en el programa clásico “Flecha juventud”, del inolvidable beatlemaníaco Juan Alberto Badía, “Curiosa noche”, tema que tiene una melodía tan agradable como pegadiza.
Debo reconocer que en aquellos días, cuando guitarreaba en algún encuentro, ya contaba en mi repertorio con tres o cuatro canciones de Vivencia, y les aseguro que ponía todo el énfasis en la interpretación, pero no solo porque la mirada de Mónica estaba allí disfrutando.
Hermosos años, cálidas imágenes que regresan y la tranquilizadora satisfacción de que uno estuvo ahí, sintió, y sintió tanto que hoy logró derrotar al paso del tiempo que cada tanto nos pone a prueba. Pero el paso del tiempo tiene una enemiga que siempre lo baila y le gana por la goleada: La Música.
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