Hoy se celebra el aniversario de la muerte de Henry Purcell y toca el lamento final. Hay muchísimas razones técnicas para que esta pieza emocionalmente desgarradora haya producido un impacto tan universal —¿alguien sabe lo que es el passus duriusculus?—, pero no hace falta entenderlas para sentirlas.
Hablando en plata: Purcell toma un bajo continuo de cinco compases —una melodía repetitiva que hoy llamaríamos «bucle»—, cuyas notas descienden inexorablemente desesperadas. Pero por el camino decide no adaptarle una melodía de la misma cantidad de compases, como podría esperarse, sino otra que alarga formando una frase de nueve compases, mientras el bucle suena por debajo todo el tiempo. Así que nos sentimos un poco desconcertados y a contrapié, incluso antes de percatarnos de la anhelante y desgarradora línea melódica, con inclinaciones y desvíos (notas de adorno llamadas técnicamente apoyaturas) que nos tocan las fibras más sensibles.
Y entonces, ah, caramba, entonces sí que nos percatamos. «¡Recuérdame!», suplica Dido, al principio con una sola nota repetida, antes de elevarse con un imperativo final que desborda toda desesperación: «¡Recuérdame!»
Es condenadamente sencillo; y sencillamente desgarrador. ¿Ha habido alguna vez palabras más humanas?
may my wrongs create No causen mis pecados
No trouble, no trouble in thy breast; Ninguna turbación en tu pecho;
Remember me, remember me, but ah! forget my fate. Recuérdame, recuérdame, pero ah, olvida mi suerte.
Remember me, but ah! forget my fate. Recuérdame, pero ah, olvida mi suerte.
Clemency Burton-Hill
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