Schubert, siempre innovador, deja aquí patidifusa a la tradición añadiendo un violonchelo a las habituales fuerzas del cuarteto: dos violines, una viola y un violonchelo.
Es su único quinteto para cuerdas y a mí me conmueve lo inseguro que el compositor se sentía con él: de hecho, se lo mandó a su editor con una frase de vaselina que sonará muy conocida a todos los que se muevan en el mundo creativo y hayan tenido que colocar sus productos: «Si por casualidad le encuentra usted algún mérito, por favor, no se guarde de decírmelo…»
El editor le respondió sin hablarle del quinteto, básicamente para pedirle más canciones populares. (Schubert fue el inventor de las baladas de tres minutos, como veremos.) Pese a todo su grandísimo talento musical y a pesar de haber publicado ya no menos de quince cuartetos para cuerdas, no era tomado en serio en su época como autor de música de cámara.
Hoy se considera uno de los grandes genios del género, pero no vivió para ver publicada esta sublime obra maestra; murió dos meses después, a los treinta y un años.
Clemency Burton-Hill
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