La contribución a la música de Béla Bartók, que nació este día, no se limita a la que compuso. Influido por figuras como Bach, Beethoven, Brahms, Strauss y Debussy, se sintió igualmente atraído por la ruptura de la tonalidad tradicional occidental que habían llevado a cabo Schönberg y los muchachos de la Segunda Escuela Vienesa, cuyas derivaciones sonaban a su alrededor.
Lo más importante es que como coleccionista, arreglista y analista de la música tradicional de su nativa Hungría y otros territorios (Turquía, Argelia y la llanura panonia), Bartók fue un pionero de la «musicología comparada». Llamada hoy etnomusicología, esta disciplina estudia la música desde la perspectiva de quienes la crearon (y no solo cómo suena en un contexto aislado). Su contribución al legado de la diversidad musical del siglo XX es inconmensurable.
El interés que sintió Bartók por la música tradicional el resto de su vida despertó por casualidad. En verano de 1904, mientras estaba de vacaciones, vio que una joven llamada Lidi Dósa que cuidaba a unos niños les cantaba unas canciones tradicionales transilvanas. Quedó fascinado. Como ya vimos en el caso de Sarasate (10 de marzo), a fines del siglo XIX había una creciente tendencia entre los compositores clásicos a interesarse por las tradiciones musicales nacionales. Precedido por personajes como Glinka , Dvořák y Liszt, Bartók intensificó su interés y absorbió, como él mismo dice, «el idioma de la música campesina» hasta el extremo de que pasó a ser «su lengua musical materna».
Este vibrante y flotante movimiento se basa en una danza de Igris, población del Banato rumano, en la que los danzantes llevan por tradición una faja distintiva; Bartók consigue dar vida a esta imagen histórica.
Clemency Burton-Hill
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