Estamos ya a mediados de junio y nos acercamos al período en que se celebran más bodas. Esta gloriosa sonata para violín —luego ejecutada también por violonchelistas— fue escrita como regalo de bodas por César Franck para su gran amigo, compatriota e «intérprete ideal», el violinista belga Eugène Ysaÿe, que entonces tenía treinta y un años.
Dice la leyenda que Franck le entregó la obra la mañana de su boda y que horas después, tras un ensayo apresurado, Ysaÿe y una invitada, la pianista Léontine Bordes-Pène, interpretaron la sonata en la ceremonia. Debió de ser una ocasión muy especial para todos.
Es ciertamente una obra poseída por una pasión radiante. Algunos historiadores de la música creen que Franck la compuso enamorado de la bella irlandesa Augusta Holmès, estudiante de piano y compositora. Holmès, sin embargo, había cautivado igualmente el corazón de Liszt y de Saint-Saëns, así que en el fondo de todo aquello había un pequeño lío. En cualquier caso, la sonata emana anhelo, nostalgia, ocasionalmente se desboca… y el resultado es una manifestación musical de lo más romántica.
Clemency Burton-Hill
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