Si ayer fue un día para fantasear con cócteles de cachaza en una playa de Copacabana, el plato musical de hoy tiene un aroma diferente. ¿Alguien se ha puesto melancólico en junio? Yo sí. Y puede que Tchaikovski también; para mí, esta pieza es la quintaesencia de una lánguida inquietud estival.
Tchaikovski fue un compositor capaz de transmitir gran alegría, pero cuando lo oigo con este estado de ánimo, pienso inevitablemente en los muchos sinsabores que conoció en su vida.
Dotado de un talento prodigioso, padeció ciclos de depresión que él calificaba de «agotadores y enloquecedores», de una inseguridad profunda y de crisis mentales. Homosexual casi con toda seguridad, en cierta ocasión escribió desconsoladamente a su hermano Modest, que también era homosexual:
«Nuestras inclinaciones son el mayor y más insuperable obstáculo para alcanzar la felicidad y nos vemos obligados a luchar contra nuestra propia naturaleza con toda nuestra habilidad». Se casó a los treinta y siete años con una antigua alumna que lo había bombardeado con cartas de admiración, pero la experiencia fue un desastre. Duró poco más de dos meses y causó un bloqueo creativo en un Tchaikovski ya destrozado emocionalmente.
Y sin embargo… y sin embargo, Tchaikovski fue un gran espíritu que buscaba la belleza y la redención en el mundo. «La vida, a pesar de todo, es hermosa —escribió cierta vez—. Hay muchas espinas, pero las rosas están ahí». Esta breve pieza, escrita como parte de un encargo de doce entregas (a razón de una al mes) que le hizo una revista musical, se las arregla para discurrir en ambas direcciones a la vez.
Tchaikovski falleció a los cincuenta y tres años, pero no está claro si se suicidó o contrajo el cólera por tomarse un café con agua sin hervir.
Clemency Burton-Hill
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