Iósif Stalin murió en marzo de 1953. Nueve meses después, el 17 de diciembre, Shostakóvich dio a conocer su nueva sinfonía. Era la primera que había escrito desde la denuncia lanzada contra él en 1948 y se tiene la impresión de que en esta obra impresionante ha vertido emociones reprimidas durante el largo y brutal reinado de terror del zar rojo (véase, por ejemplo, el 22 de enero). El director de orquesta británico Mark Wigglesworth sugiere que, emocionalmente, esta sinfonía contiene «el cansancio y la fatiga» que vemos en «El regreso», de la poetisa Anna Ajmátova:
Las almas de todos los que quiero han volado a las estrellas, gracias a Dios ya no queda nadie por cuya pérdida llorar.
En esta música percibimos el agotamiento, dice Wigglesworth, de quienes vivieron y murieron en aquel cuarto de siglo de tiranía. Y en ningún lugar es más palpable que en este pasmoso segundo movimiento, que empieza fortissimo y prosigue con no menos de cincuenta crescendi. Solo hay dos diminuendi, puntos en que la música se ralentiza: «El efecto —dice Wigglesworth— se explica por sí solo.
La emoción no es tanto una descripción de Stalin como la furia porque haya existido. Tenía tan atenazado al pueblo y fue tanta la histeria que se desató para acercarse al cortejo fúnebre que los vehículos militares que trataban de proteger el ataúd aplastaron a centenares de personas. Fue típico del estalinismo que se lo considerase responsable de la muerte de otras personas incluso cuando ya estaba muerto».
Clemency Burton-Hill
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