Mingus por Mingus
“Soy Charles Mingus. Soy mulato, soy de piel amarilla... medio amarilla... apenas amarilla, no soy lo bastante blanco para dejar de pasar por negro ni lo bastante claro para que me llamen blanco. Yo me declaro negro. Soy Charles Mingus: para mí, no tengo color... Charles Mingus es un músico, un músico mestizo que toca con belleza, que toca con fealdad, que toca con amor, que toca masculinamente, que toca femeninamente, que toca música, que toca todos los sonidos, fuertes, suaves, sonidos que no se oyen, sonidos, sonidos, sonidos...”. Al comienzo de su libro autobiográfico Menos que un perro el gran bajista y compositor explicita los dos asuntos que, siempre entrelazados, determinaron su existencia: raza y música. Con ascendencia china, inglesa y afroamericana por parte de una madre que falleció meses después de parirlo, y sueca y afroamericana por parte del padre, sargento del Ejército, jamás dejó de denunciar el racismo rampante de la sociedad estadounidense y el más sibilino del negocio de la música. ¿De la música? Sí, no aceptaba que lo suyo fuera “jazz”. Y tampoco que le llamaran Charlie, aunque curiosamente concedía a los escasos colegas a los que brindó amistad el privilegio de llamarle Chazz, igual que otro de sus discos.
Mingus escribió Menos que un perro, editado en español por Mondadori, a finales de la década de 1960 en California, donde había vuelto para reponerse de unos años duros marcados por una depresión y el desahucio del apartamento del East Side neoyorquino en el que residía con Carolyn Keki, su hija de seis años. Las escenas del desalojo, y el vibrante monólogo que, a modo de perorata del apestado, realiza la noche anterior a la llegada de la policía, constituyen la parte más emocionante del documental de Tom Reichman conocido con los títulos de Charlie Mingus 1968 y Mingus in Greenwich Village, y del que parece proceder la imagen del elepé Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus.
El desahucio, seguido de un arresto policial, ocurrió en 1966, sólo un año después de que la revista francesa JazzMagazine publicara una reveladora conversación con quien era considerado una de las voces más creativas y rebeldes de la música negra de entonces. Nada más comenzarla, Mingus se quejó airadamente del trato vejatorio que estaba sufriendo en la gira europea, y cuando uno de los dos entrevistadores, Jean Clouzet y Guy Kopelowicz, le comentó que la mayoría de jazzmen estadounidenses opinaban que existía racismo en el Viejo Continente, pero que no era sistemático, respondió raudo: “¿De quién se quiere burlar? Nadie puede comprender esto si uno no es negro. ¿Quiere otro ejemplo? Ayer cuando ingresé en este hotel, la recepcionista me trató como un perro. Me enteré de que se burlaba de mí a pesar de que ella no hablaba ni una palabra de inglés. Habló un momento con el chófer y únicamente por su comportamiento comprendí sus sentimientos hacia mí. Para darse cuenta de que alguien te odia, no es indispensable entender su lengua. La hostilidad se percibe muchas veces simplemente con el tono de voz. El amor, el odio, todo esto se expresa primero con sonoridades, con inflexiones de voces, no con palabras. A ustedes, no les odio. Lo que deploro es la situación en la que me veo inmerso. No tengo ganas de hablar. ¿Por qué desean tanto hablar conmigo?”.
Estas dos últimas frases eran, por supuesto, un recurso retórico, porque a Mingus le encantaba rajar, hablaba por los codos y le pirraba hacer juegos de palabras. Tardó sólo minutos en volver a leerles la cartilla: “Cuando usted me clasifica dentro de la categoría de jazzmen, automáticamente limita mis oportunidades de trabajo. No quiero que mi música sea llamada jazz. ¿Sabe usted lo que quiere decir jazz? En Nueva Orleans, to jazz your lady quiere decir "follar a tu chica". No quiero que los críticos apliquen esta palabra a mi música. Que les jazzen. ¡Mi música es una obra de belleza que no tiene nada que ver con esto! Esta expresión pornográfica no guarda relación con la música, como tampoco con el amor. Cuando me acuesto con una mujer, no la follo, le hago el amor. ¿El coito sin amor, rápido, con una puta? ¡No es para mí! Con mi música ocurre lo mismo. Tiene la belleza de una mujer que abre las piernas. Es verdadero amor, no pornografía.”
De Nogales a Cuernavaca con destino al Ganges
Beneath the Underdog, título original de Menos que un perro, podría encerrar un significado alternativo al elegido para la edición española, sin duda ajustado al propósito y al contenido del libro. Underdog equivale también en castellano a “segundón”, y quizás lo que le reconcomía a su autor era precisamente eso: estar recibiendo el trato de un puto donnadie, obtener menos reconocimiento del que se concede a los mediocres. La peor afrenta para un artista consciente de que, pese a sus desvaríos y obcecaciones, había alcanzado la plenitud tras lustros de labranza artística en escuelas, clubs, auditorios, estudios de grabación y talleres experimentales, sus famosos Jazz Workshops.
Charles Mingus nació en 1922 en la base militar de Nogales, Arizona, y pasó su infancia en Los Ángeles, en el barrio de Watts, donde en 1965 se desencadenó una de las más violentas revueltas raciales de la historia americana, aún recordada por el éxito de una consigna callejera que seguramente habría coreado el negro sin color que ese mismo año echaba pestes del racismo en París: burn, baby, burn. De todos modos, en las década de 1930 y 1940 lo único que se calcinaba en Watts eran las ilusiones de sus jóvenes, condenados a un futuro inaceptable para Mingus, quien primero optó por la música como vía de escape y luego luchó con toda la obstinación de la que era capaz, o sea mucha, muchísima, contra el maltrato profesional derivado del color de la piel.
Comenzó tocando el violonchelo, pero, tras su expulsión de la Orquesta Filarmónica Junior de Los Ángeles, hizo caso del atinado consejo del clarinetista Buddy Collette para que lo cambiara por el contrabajo y con sólo 17 años se puso a aprender también piano, estableciendo así las bases del enorme músico que llegaría a ser. En el camino a su consagración, caracterizado por notables altibajos, ofició sucesivamente de joven difícil, profesional puntilloso y genio atrabiliario y descuidado. Cuando comenzaba a tener un nombre no soportó vejaciones, como verse excluido del novedoso trío del vibrafonista Red Nervo porque la televisión rechazaba las bandas interraciales, y tardó en adaptarse a las reglas de convivencia profesional. Con 21 añitos consiguió un contrato en la big band de su adorado Duke Ellington, pero el pianista en persona le botó a los quince días tras interponerse en una pelea, con machetes de por medio, entre el joven contrabajista y el reputado trombonista puertorriqueño Juan Tizol, creador de dos de los standars más conocidos del jazz, Caravan y Perdido. Ya famoso, Mingus era temible dirigiendo sus propios combos. En una ocasión acabó solo en el escenario del Ronnie Scott´s londinense tras ir sucesivamente corrigiendo, abochornando y echando, en algún caso a empujones, a los instrumentistas del quinteto que lo acompañaba. Y ese no fue el más violento de sus arrebatos. Al trombonista Jimmy Knepper, uno de sus músicos habituales, le rompió un diente de un puñetazo mientras actuaban en Fildadelfia al aire libre en homenaje a un jazzman fallecido poco antes. Tizol y Knepper, por si alguien se lo pregunta, eran blancos.
La violencia mingusiana no solo se expresaba a golpes y con insultos, o articulando un confuso mantra antisistema. También resultaba consustancial a su creatividad como compositor, sus complejos arreglos, la arrolladora dirección de sus formaciones e incluso su virtuosismo instrumental. Y quién sabe si todo ese torbellino no acabó acelerando la Esclerosis Lateral Amiotrófica, entonces una enfermedad poco conocida, que acabó con su vida a los 57 años durante la víspera de Reyes en Cuernavaca, la ciudad mexicana donde pasó sus últimos días. Las cenizas, tal y como dispuso, fueron esparcidas en el río Ganges, lejos de la América por la que se había sentido humillado y cerca, o debajo, de los dalits, los parias, los intocables, los underdogs del mundo.
Contrabajista esforzado, compositor por gracia divina
Desde los primeros sencillos grabados en su juventud, cuando se autituló barón, proclamando así la intención de hacerse un hueco en el ghota jazzístico que entonces culminaba el ducado de Ellington, hasta sus últimos elepés, realizados ya en silla de ruedas, Mingus recorrió un fecundo trecho artístico, ferozmente marcado por su sello personal. Nunca aceptó posibles pares y a menudo despreció a los acompañantes no subyugados por su talento y su peculiar liderazgo. Puede que hubiera contrabajistas igual de capaces, incluso más brillantes, pero ningún compositor se arriesgó a explorar, en su tiempo, territorios musicales tan avanzados como los suyos, lindantes con el free y a la vez respetuosos con el blues y otros ritmos seminales de la tradición del jazz. Heredero de los grandes (Duke Ellington, sobre todo, a quien había estudiado hasta el tuétano antes de enmendarlo, pero también Louis Armstrong, Art Tatum y Charlie Parker), era partidario de la improvisación colectiva siempre que previamente él hubiera pautado las cadencias. Y, claro, también de las partituras con tal de que pudiera establecer un juego de birlibirloque con ellas.
Según Mingus, su dominio del contrabajo era resultado del esfuerzo, mientras que su don para la composición obedecía a la gracia divina. Puede que esa facilidad creativa le llevara a considerar el bop “plácido”, adjetivo que debió provocar sarpullidos entre los críticos y aficionados que juzgaban ese estilo como una enloquecida degeneración del jazz. Su música era cualquier cosa menos lineal o repetida, hasta el punto de que alguien la definió, con acierto, como el “sonido de la sorpresa”. En sus composiciones se alternan el orden y el caos, la complejidad armónica y la facilidad melódica, la lógica y la furia, el arrebato orquestal y la sublime delicadeza con los trastes del contrabajo. Escuchándolas ahora se detectan lazos evidentes entre el pasado del jazz y el futuro que vendría.
El Jazz Composer´s Workshop, aunque sería más correcto emplear el plural porque a partir de 1952 puso en marcha varios, refleja el empeño de Charles Mingus en ensanchar los caminos de su universo sonoro. Muestras de su espíritu nada convencional hay de sobras, desde sus conciertos con partituras en el Café Bohemia de 1955 a su papel de inductor del contrafestival de Newport en 1960, pasando por el chasco del gran concierto del Town Hall de 1962, cuando contó con una orquesta de 30 músicos a su disposición, dirigida por la trombonista Melba Liston, que sonó a rayos, cada uno por un lado. Ese fracaso, que para él no fue tal, al aducir que se trataba de una especie de ensayo abierto al público, no le impidió embarcarse un año después en The Black Saint and The Sinner Lady, uno de sus discos más conceptuales. Tan conceptual que Mingus, a medias por epatar y a medias para chinchar a los críticos de jazz, permanente objeto de su desprecio, encargó las notas del álbum a su psicoterapeuta, Edmund Pollock.
Títulos ingeniosos y reveladores
Su discografía supera el medio centenar de referencias en una amplia panoplia de sellos. El primero fue Debut, creación suya y del baterista Max Roach en 1953, y el último, Atlantic, donde poco antes del avance de su enfermedad realizó dos curiosos elepés, poco valorados por los mingusianos pata negra pero jugosos y vibrantes: Three Of Four Shades Of Blues, con guiños al jazz-rock, y Cumbia & Jazz Fusion, en la línea de otras muestras anteriores de su interés por la música latina. En medio grabó vinilos en los estudios de RCA, Verve, United Artists, Candid, Blue Note, Prestige, Fantasy, Enja…Algunos de esos sellos eran más jazzísticos que otros, pero en ninguno se sintió suficientemente bien tratado, incluido el suyo. De Impulse, donde publicó tres discos, uno en solitario al piano, The Black Saint and the Sinner Lady y el Mingus Mingus Mingus Mingus Mingus que aletea sobre este perfil, salió encabronado denunciando que le guindaban pasta. Era imposible, decía, que entonces estuviera vendiendo menos que en sus comienzos con Debut…Un argumento inapelable incluso en boca de alguien tan dado al exabrupto.
Tuviera o no razón en sus disputas con las compañías, nunca dio su brazo a torcer. Su indómito carácter se trasluce en los títulos de discos y canciones. Los primeros reflejan un libérrimo concepto de la música (Pithecanthropus Erectus, The Clown, Ah Um, Oh Yeah!, Let My Children Hear Music, Changes, Mingus Moves,Three Worlds of Drums…) y los segundos divulgan ideas, compromisos, luchas… o desvelan deseos, sensaciones, amores, querencias, complicidades. En la historia del jazz figuran con todo merecimiento alegatos como Fables of Faubus y Remember Rockfeller at Attica, homenajes como Goodbye Pork Pie Hat (Lester Young) y Duke Ellington´s Sound of Love, trances como So Long Eric (Dolphy) y Roland Kirk´s Message, confidencias como Myself When I Am Real y Sue Changes, consejos como Better Get It In Your Soul y Don´t Be Afraid The Clown´s Afraid Too, guiños como Orange Was The Color oh Her Dress Then Silk Blues y The Shoes of The Fisherman´s Wife Are Some Jive Ass Slippers….
Los mejores momentos de la carrera de Charles Mingus están sancionados con hallazgos verbales que evidencian tanto una extrema dulzura como su monumental mala leche. El aficionado disfruta de sus discos desde el ingenio que destilan los títulos. La música que viene después acostumbra a ser estimulante, y en no pocas ocasiones bella, salvaje y adictiva, todo a la vez. Esto ocurre cuando el maestro toca o graba con instrumentistas que llevan tiempo a su lado (Dannie Richmond, Eric Dolphy, Jacki Byard…). Entonces, entre todos, con abundantes solos y duetos, entretejen el trepidante zigzagueo rítmico que caracteriza la expresiva paleta sonora de Mingus: orden y caos, complejidad armónica y facilidad melódica, partituras furiosas y tonadas amables, pulsación firme y delicado toque al contrabajo. Gran jazz, o música, o arte, como quisiera llamarlo el autor. Una fascinante trayectoria que comenzó en 1947 con la composición de la pieza Mingus Fingers y acabó, a los quince años de su muerte, con el estreno en Nueva York, por una gran orquesta dirigida por Gunther Schuller, de Epitaph, oratorio de dos horas de duración que fue considerado por la crítica como uno de los acontecimientos musicales de la década de 1990.
Dos
discos y un concierto
La primera vez que reparé en Charles Mingus debió ser allá por 1970 como acompañante de Duke Ellington, junto con Max Roach, en el elepé Money Jungle. La memoria no me da para asegurarlo, pero sí para recordar dos elepés dobles y una actuación que determinaron mi inquebrantable gusto por su música y el interés por su imponente (y picajosa) personalidad. El primer disco me lo regalaron el 24 de junio de 1972 en Pamplona. El segundo lo compré algunos meses más tarde en Barcelona. El concierto tuvo como escenario el Polideportivo Anoeta de San Sebastián en 1977. Tres acercamientos a la figura de un genio marcado por los números 2 y 4: nació el 22 de abril del cuarto mes de 1922, fue desahuciado de su apartamento neoyorquino un 22 de noviembre y 1942, 1952, 1962 y 1972 resultaron años decisivos en su trayectoria.
El primer disco llegó a mis manos como regalo. Malgastaba mi juventud vestido de caqui en Pamplona, era el día en que cumplía 22 (¡!) años, debía viajar a Madrid para pasar por tercera vez una jodida reválida en la Escuela Oficial de Periodismo y diez minutos antes de que arrancara el tren, por la mañana, apareció Menci, todavía medio novia, con el primer disco de Chicago (titulado con el entonces nombre de la banda, Chicago Transit Autorithy) y Better Get In Your Soul, que reunía dos elepés (Ah Um y Mingus Dynasty) del contrabajista, retratado en la cubierta con gafas de sol redondas y tocando su instrumento. La mezcla briosa de rock, blues y jazz de Chicago me gustaba mucho, pero me empalagó enseguida. A Mingus vuelvo siempre con ganas y nunca me decepciona.
La música y las circunstancias de la grabación del segundo disco han generado tantos comentarios que hasta yo me he permitido alguno (ver en esta sección Charlie Parker, el nictálope tuerto). Mingus ofició de contrabajista, productor, técnico de sonido y avispado editor al elegir las cintas de una enloquecida actuación en Toronto para iniciar el catálogo de Debut Records en 1953, aunque, eso sí, añadiendo unas líneas de bajo. Su Jazz At The Massey Hall fue comercializado luego por los sellos Fantasy y Prestige, este último con el título que me impulsó a comprarlo nada más verlo: The Greatest Concert Ever. Antes y después ha habido bastantes más grandes conciertos de jazz de todos los tiempos, pero pocos, por no decir ninguno, han alcanzado a simbolizar mejor el espíritu de una época, el be-bop en su caso.
De las cuatro caras del elepé, las tercera y la cuarta contenían la primera parte del programa, a cargo del trío Bud Powell-Charles Mingus-Max Roach, y las otras dos la segunda parte, interpretada por el quinteto que formaban los tres más Charlie Parker y Dizzy Gillespie. El orden del disco era comercial y musicalmente de cajón. El trío se luce, pero no alcanza ni de lejos la brillantez, la intensidad y el humor que caracterizan las versiones de seis temas entonces ya conocidos y ahora clásicos del jazz: Perdido, Salt Peanuts, All The Things You Are, Wee, Hot House y A Night In Tunisia. Un repertorio muy gillespiano para el concierto que ha pasado a la historia por el saxo de juguete de Charlie Parker (o Charlie Chan, como apareció en los títulos de crédito de Debut por un problema de derechos), los piques de éste con su viejo amigo Dizzy, la descomunal borrachera de un Bud Powell que acababa de salir del manicomio y la reticencia de los espectadores a volver al teatro porque durante el descanso podían seguir, en los bares de alrededor, la retransmisión televisada de la pelea por el cetro mundial de los pesados entre Rocky Marciano y Jersey Joe Walcott.
De todos estos detalles fui sabiendo tras leer una y otra vez, hasta llegar a comprenderlas, las documentadísimas notas que, con letra pequeña, ocupaban la práctica totalidad de la parte central de la doble carpeta del disco. Las firmaba Stephen Davis, biógrafo de Jim Morrison, Led Zepelin, Bob Marley y Rolling Stones, y puede que fuera él quien destacara el descomunal cabreo de Mingus por el desarrollo del concierto. No sé. Igual no. Puede que eso lo haya imaginado. O simplemente lo deduje en su momento por la falta de público en el Massey Hall, que sólo alcanzó un cuarto del aforo de 2.500 localidades, y el errático comportamiento de los otros músicos, con excepción de Max Roach, entonces colega y socio. El contrabajista no soportaba actuar con drogadictos ni alcohólicos, y debió hacer de tripas corazón al comprobar que Dizzy preguntaba entre bambalinas, aprovechando los solos de los demás, por la marcha del combate. Seguro que hubo más que palabras al acabar la función.
Pude hacerme una idea de la proverbial cólera de Charles Mingus en San Sebastián el 25 de julio de 1977. Acababan de celebrarse las primeras elecciones democráticas, pero la calle, sobre todo en Euskadi, permanecía ocupada por quienes se proclamaban vencedores del franquismo, circunstancia que aprovechaban algunos para entrar de balde en los grandes espacios donde se programaba rock, jazz y otras músicas enrolladas. Por lo que fuera, los intentos de asalto al Polideportivo de Anoeta habían fracasado en esa ocasión y dos o tres centenares de jóvenes no paraban de armar follón cuando debía iniciarse el concierto que clausuraba el festival de jazz donostiarra. La primera reacción del músico ante aquel berenjenal fue quedarse callado y quieto. La segunda, pedir por gestos comprensión al público que llenaba el incómodo recinto. La tercera, ya tenso, solicitar explicaciones a los organizadores. La cuarta, airado porque el guirigay continuaba pasados quince o veinte minutos, urgir una solución. La quinta, muy enojado, exigir que se dejara entrar a tan vociferante tropa con la amenaza, en caso contrario, de abandonar el escenario. Y eso fue lo que finalmente ocurrió. Aquella gente consiguió acceder de gorra, se colocó donde pudo y la banda comenzó a tocar.
Del concierto en sí apenas guardo dos o tres imágenes, el eco cada vez más apagado de un formidable estrépito sonoro. Sé que los primeros compases me impresionaron tanto que, para no perder detalle, dejé a mis amigos y fui a sentarme en las gradas vacías tras el escenario en el que Mingus tocaba su instrumento. Me recuerdo también, absorto y maravillado, bebiendo una botella de vino barato mientras avanzaba una actuación en la que, por lo que he investigado ahora, el maestro debió estar acompañado por su inseparable Dannie Richmond en la batería, Bob Neloms al piano, Ricky Ford con el saxo tenor y Jack Walrath con la trompeta. Detrás del escenario y solo, no veía su cara, pero me daba igual: lo importante era escuchar atentamente los “gritos” de su contrabajo.
La Simiente Negra
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