Hoy toca el padrino del cuarteto para cuerdas, «papá Haydn», como lo llamaban afectuosamente los músicos que trabajaban a sus órdenes en la corte del príncipe Esterházy, y como lo llamaron también Mozart y las siguientes generaciones de compositores de cuartetos para cuerdas.
El cuarteto para cuerdas existía ya como género en la época en que Haydn se encariñó de él, pero con los sesenta y ocho que compuso a lo largo de su vida es justo decir que lo reinventó, lo reforzó y lo perfeccionó hasta donde podía hacerse. Estructural y musicalmente estableció parámetros que no pudieron pasar por alto los subsiguientes cultivadores del género y que dieron pie a la inventiva de los creadores de la generación siguiente (Beethoven, Mendelssohn y los demás).
Esta obra, perteneciente a la última serie que completó, se escribió en el punto culminante de la trayectoria del autor, en un momento en que seguramente era el compositor más famoso del mundo, más incluso que Mozart. Para mí es la síntesis de lo que hace que Haydn sea Haydn: ingenio, inventiva, inteligencia y cierta alegría de vivir que se expresa sin rodeos ni complicaciones.
A mí me fascina la capacidad que Haydn despliega aquí para inventar cosas en menos de tres minutos, por eso esta pieza ha arrebatado hoy el puesto a los demás cuartetos; de todos modos, sobra decir que Haydn tiene cuartetos para cada estado de ánimo, así que espero que tomen este como punto de partida para investigar el carácter de los restantes.
Clemency Burton-Hill
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