Hoy viajamos al corazón mismo de la tradición coral sacra y al milagroso mundo de las cantatas de Bach, esa serie de doscientas obras compactas (las que conocemos) que adornan el calendario litúrgico como joyas resplandecientes.
Bach nunca escribió una ópera, pero con las cantatas puso de manifiesto hasta qué punto entendía el corazón humano y qué instinto tenía para dramatizar su forma de acercarse a él. Firmaba cada cantata con la rúbrica «a la gloria de Dios», pero creo que para las personas de cualquier religión o de ninguna contienen una música tan refrescante, tan viva, tan directa y que nos llegan de manera tan inmediata que no es requisito imprescindible para entrar en ellas la entrega a la teología luterana que las hizo posibles.
He tenido largas conversaciones sobre este asunto con sacerdotes cristianos, directores de orquesta, cantantes y otros especialistas, y a veces me preguntaba si tengo derecho a amar las cantatas como las amo aunque soy agnóstica y desconfío muchísimo de las religiones organizadas; y se me ha asegurado que pueden ser disfrutadas y valoradas por cualquiera; operan a muchísimos niveles.
Así pues, podría confesar igualmente que me obsesionan las cantatas de Bach. Me obsesionan. Si he de ser sincera, habría podido elegir cualquier movimiento de cualquiera de ellas, tan abundante es el tesoro que contienen.
En este pequeño y tranquilizante coro —que fue interpretado por primera vez tal día como hoy del año 1726— encuentro una mezcla muy seductora de paz y profundidad. Me encantan sus disonancias flexibles, sus crujientes resoluciones armónicas (¡presten atención cuando lleguen al minuto y veinte segundos!) también me encantan. Todas, todas me encantan.
Clemency Burton-Hill
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