Hoy nos parece inconcebible, dada la marginación de la ópera y de la música clásica en nuestra sociedad, pero hubo un tiempo en que compositores como Verdi eran estrellas del firmamento popular.
Verdi era una figura tan representativa que, cuando murió, medio millón de italianos llenaron las calles cantando el coro de los esclavos israelitas de su ópera Nabucco; obra que se cree que tuvo un papel decisivo en la unificación de Italia y fue himno de los nacionalistas italianos (desde entonces se ha sugerido que reemplace al actual himno italiano).
Nabucco fue una de las veinticinco óperas que compuso Verdi en su larga trayectoria profesional. Este fascinante cuarteto vocal es de Rigoletto (1851) y en él Verdi despliega sus dotes incomparables combinando una melodía seductora con la mundanidad y una intensidad dramática. Situada en la Mantua del siglo XVI, el argumento nos cuenta la historia de un duque sin escrúpulos, su bufón Rigoletto y la hija de este, Gilda, que se enamora del duque y al final entrega su vida para salvar a su padre.
En este momento del Acto III, Verdi combina dos conversaciones paralelas y completamente opuestas —en una el duque quiere seducir a una prostituta, la otra es un diálogo tirante entre Rigoletto y Gilda— y las entreteje formando un todo sensacional, extrayendo la máxima potencia psicológica y dramática de los cuatro personajes que están en escena (soprano, contralto, tenor y barítono), cada uno con sus intereses y su personalidad.
Es un cuarteto tan brillante como hermoso: una hechura compleja e intrincada que en manos de Verdi parece fluir sin esfuerzo.
Clemency Burton-Hill
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