Dada la esperanza de vida media en el Barroco francés, podría decirse que Jean-Philippe Rameau empezó tarde. Tenía cincuenta años cuando se estrenó su primera ópera, a pesar de lo cual acabó siendo el compositor francés más importante de su época.
También fue teórico de la música, con olfato —mejor dicho, oído— para la invención armónica radical. Su Tratado de armonía, de 1722, proponía una «ley fundamental» que sostiene toda la música occidental y recurría a las ciencias y las matemáticas para explicar principios armónicos supuestamente universales. Por esto lo llamaron «el Isaac Newton de la música». El tratado se difundió por toda Europa y sus teorías siguen vigentes.
Rameau fue bautizado este día, en Dijon, pero de sus primeros años se sabe poco más, aparte de que aprendió música antes que a leer y escribir. La música fue siempre su pasión dominante y él una especie de monomaníaco (aunque encontró tiempo para casarse y tener hijos). Como señaló un colaborador suyo, el dramaturgo Alexis Piron: «su corazón y su alma estaban en su clavecín; una vez que cerraba la tapa, no había nadie en casa».
Su última ópera fue Les Boréades. El escenario es la antigua Bactriana, donde la reina Alfisa se ha enamorado de un misterioso extranjero, Abaris, pero se le exige que se case con un descendiente de Bóreas, el dios del viento del norte. Todo parece sentenciado hasta que Apolo revela que Abaris es su hijo. Los hijos de los dioses, como es natural, están por encima de un simple «boréada», así que el feliz enlace puede tener lugar (menos mal).
La ópera no se representó en vida de Rameau ni se escenificó como es debido hasta finales del siglo XX, a pesar de que contiene una música extraordinaria, por ejemplo este delicioso interludio orquestal del acto IV.
Clemency Burton-Hill
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