¿Recuerdan que el mes pasado vimos a Mozart haciendo malabarismos con los contratos y esforzándose por cumplir plazos mientras planeaba cambiar de domicilio y casarse? Unos años después, en 1789, el panorama había cambiado y no precisamente para mejorar.
La reputación del compositor entre el veleidoso público vienés se había hundido; se había quedado sin muchos puestos docentes y encargos; y el grueso de sus modestos ingresos procedía ahora de arias adocenadas que componía anónimamente para artistas mediocres que por razones misteriosas eran más apreciados que él.
Por si fuera poco, tanto él como su mujer, Constanze, tenían problemas de salud; aquel año habían perdido otra hija a los pocos minutos de nacer (tuvieron seis criaturas, pero cuatro murieron en la infancia); las facturas del médico se acumulaban, así como las deudas de juego; y Mozart se veía obligado a escribir a sus amigos para pedirles ayuda económica. «Te ruego —escribía—, que me demuestres tu amistad y cariño fraternal mandándome algún dinero lo antes posible…» Se conservan muchas cartas así entre la correspondencia de Mozart; son desgarradoras.
Sin embargo, sacando fuerzas de flaqueza y haciendo de tripas corazón, Mozart consigue crear esta fantástica obra. Al igual que el trío «Kegelstatt» que oímos en mayo, esta obra fue escrita para su amigo el clarinetista virtuoso Anton Stadler. Muestra inigualable de humanidad de principio a fin,
la pieza combina las inestimables dotes de Mozart, aprovecha lo mejor de su ópera, su música de cámara y sus conciertos instrumentales y lo entreteje para materializar algo cuyo impacto emocional parece desproporcionado en comparación con lo que es a primera vista: una partitura llena de manchas de tinta y escrita a toda velocidad.
Clemency Burton-Hill
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