Quien fuera a escribir un solo concierto en la vida podría quedarse con este. Considerado hoy una de las obras más atractivas del repertorio, el concierto para violín de Sibelius figura en ese honorable club de obras maestras que al principio pasaron por fracasos.
Tras el desastroso estreno de 1904, el autor lo revisó de arriba abajo. La nueva versión fue dirigida por Richard Strauss al año siguiente y desde entonces ha sido muy apreciada por oyentes y violinistas por igual.
Sibelius sentía pasión por el violín. «Me tomó por asalto», escribió en su diario, recordando la primera vez vio el instrumento, allá en su temprana adolescencia. «Durante los diez años siguientes, mi deseo más ferviente y mi principal ambición fue ser un gran virtuoso». Pero por entonces no había buenos profesores de violín en Finlandia (a diferencia de hoy, en que destaca en todos los aspectos de la educación musical); es posible que otro impedimento fuera haber empezado relativamente tarde.
Así, aunque es posible que soñara con haber tocado su obra él mismo, como Ravel y su concierto para piano (7 de marzo), su técnica no estaba a la altura exigida. (Además, tenía mucho miedo a salir a escena, un factor que no le habría ayudado.)
Sabemos que cuando era estudiante Sibelius interpretó los grandes conciertos para violín de Mendelssohn y Tchaikovski (véanse el 30 de abril y el 4 de diciembre). Aportó a este lienzo ultrarromántico su propia pincelada sonora, cargada de dramáticos paisajes de su fría patria nórdica. Es un concierto muy especial.
Mi madre siempre sintió por él un gran cariño y lo ponía en casa a menudo. Incluso cuando era pequeña esta música me hablaba a lo más profundo; es una de esas obras con un antes y un después en mi vida. El segundo movimiento en particular es extraordinario: de una belleza sin concesiones, una bendición de ocho minutos.
Clemency Burton-Hill
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