Big Tech, el dominio de la economía del siglo XXI
En agosto de 2020, cuando la administración Trump prohibió a los empleados de agencias gubernamentales de EE.UU. usar TikTok y WeChat, China dijo que podría prohibir el uso de iPhones como represalia. El gobierno chino tardó más de tres años en ordenar a sus funcionarios que no lleven iPhones a la oficina ni sean utilizados para trabajar. La prohibición coincidió de manera notable con la campaña de los medios estatales chinos para promover el lanzamiento del Mate60 Pro de Huawei Technologies, un celular equipado con un chip de 7 nanómetros -Kirin 9000-. producido por la empresa local Semiconductor Manufacturing International Corp (SMIC).
Muchos productos Apple se fabrican en China. Sin embargo, la situación parece haber cambiado después de que la terciarazada Foxconn de Taiwán, que manufactura los productos Apple, trasladara algunas de sus líneas de producción de China a Vietnam y la India en los últimos dos años, es decir, deslocalizara la relocalización. La batalla que aparece en primer plano tiene que ver con la posibilidad que China pueda producir un chip de 7 nanómetros; lo que está por atrás, son las redes sociales y el nuevo funcionamiento de la economía global.
Después del ataque del 6 de enero del 2021 al Capitolio de los Estados Unidos por parte de alborotadores, empeñados en evitar que el Congreso certificara la victoria electoral del presidente Biden, las principales plataformas sociales comenzaron a ejercer su poder. Facebook, Twitter, YouTube, Instagram, desconectaron las cuentas del presidente Donald Trump. Las empresas citaron reglas internas sobre el uso indebido de sus plataformas. En ese entonces Donald Trump tenía en sus cuentas: 89 millones de seguidores en Twitter, 35 millones en Facebook y 24 millones en Instagram. Para tener una idea, el programa de política en horario central más visto de la tv estadounidense en FoxNews tenía 3 millones de espectadores, es decir, Trump no necesitaba de los medios convencionales.
Aun así, lo cierto es que las redes no sólo desmaterializaron al presidente de la mayor potencia mundial, sino que distrajeron la atención entre dos temas centrales. Por un lado, la capacidad monopólica de sus empresas y, por otro, su anhelo de autorregulación de las redes, lo que la Corte Suprema americana llamó “la plaza pública moderna”, donde los oradores tienen derecho a exigir acceso a sus plataformas del mismo modo que tienen derecho a participar de debates en públicos.Así mismo, lo que está en el centro de esta puja es afianzar la nueva economía del siglo XXI, para lo cual tener el dominio de las redes sociales es terminar con el espejismo del mercado, incluir en la función de producción al consumidor, lo que no puede hacerse sin que los usuarios transfieran a las redes sociales todos sus datos personales, sus gustos, preferencias, informes de su salud, proyectos de vida, y que todo esto lo realicen de manera libre, voluntaria, sistemática, cotidiana y, además, gratuita. Es exactamente eso lo que hacen las redes sociales y las aplicaciones de internet. Son, literalmente, la función consumo, sus preferencias cotidianas, sus opiniones políticas, sus círculos sociales. Quien las gobierne dominara la economía y la política del siglo XXI.
Dado que todo está entrelazado, comenzaremos por lo más simple. El Departamento de Justicia de los Estados Unidos ha preparado durante algo más de tres años el expediente para sentar en el banquillo de los acusados a la multinacional tecnológica estadounidense Google, acusada de abusar de su posición dominante, en el que es el primer juicio antimonopolio desde la irrupción de internet. El Departamento de Justicia argumenta que Google desbancó a sus empresas competidoras gracias a pagar miles de millones de dólares a proveedores de servicios inalámbricos, desarrolladores de navegadores y fabricantes de dispositivos. Con estos suculentos contratos, se garantizaba que su motor de búsqueda ocupase -y así sigue siendo- un lugar destacado en teléfonos móviles, tablets y ordenadores de todas las marcas. Lo mismo ocurre con Android, el segundo sistema operativo más utilizado del mundo y, por casualidad, propiedad también de Google. Como resultado y según desarrolla el texto de la denuncia, Google llegó a dominar el mercado “representado casi el 90 % de todas las consultas de motores de búsqueda generales en los Estados Unidos” y cerca del 91% por ciento de las consultas a nivel internacional, según la empresa de análisis de datos SimilarWeb.
Como intentará demostrar el Departamento de Justicia, el mercado se ausentó por cuestiones de dinero, pero no sólo en las búsquedas está el problema, sino en los resultados que arroja. La expresidenta y actual vice de la Argentina demandó a Google por una sencilla razón: durante unas horas de 2020, si se escribía su nombre en el buscador, la respuesta principal era una foto acompañada de una leyenda que la presentaba como «Ladrona de la Nación Argentina». Google terminó perdiendo la batalla jurídica por limpiar el nombre de la vicepresidenta argentina.
Ahora, no es sólo la respuesta de esta búsqueda en particular, se podría replicar al infinito para direccionar al usuario. Si uno pone Milton Friedman en el buscador de Google, la averiguación es posible que lo lleve como primera opción a Wikipedia, y en ella los datos del conservador economista de Chicago lo detallan como: “ganador del Premio Nobel de Economía de 1976 y una de las principales figuras y referentes del liberalismo” Lo extraño es que el Premio Nobel de Economía no existe. Pero si la pesquisa es sobre Joseph Stiglitz el buscador también lo llevara a Wikipedia y le dirá “que fue laureado con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel (2001)”, verdadero nombre del premio. En qué se diferencian ambos economistas para que uno gane el Nobel y el otro el Premio del Banco Central Sueco, es que el último es conocido por su visión crítica de la globalización y la economía de libre mercado.
La segunda parte de este rompecabezas tiene que ver con quién regula las redes sociales. La capacidad de las redes sociales en intervenir en las elecciones es conocida, no sólo de Estados Unidos, sino en el Reino Unido (Brexit), Argentina, Brasil etc. La Comisión Federal de Comercio de los EE.UU. multó a Facebook con 5 mil millones de dólares. Se le acusa de haber compartido de manera inapropiada los datos de 87 millones de usuarios con la firma de consultoría política Cambridge Analytica. Por su parte, Google fue multado 400 millones de dólares por una demanda de un grupo de 40 estados por las acusaciones de que las búsquedas y la publicidad rastrearon ilegalmente la ubicación de sus usuarios. Sin olvidar que Google cedió datos a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), entre otras, para beneficio de sus propios intereses, información y datos, que, de hecho, sirvieron para influir en las tendencias y los humores de los votantes. Todos juegan, todos espían o ayudan a sus preferidos.
Por ese entonces, Kamala Harris, la actual vicepresidenta estadounidense, se retiraba de la interna demócrata por tener sólo el 1% de los votos. Cuando fue convocada por Biden, los magnates de las Big Tech respiraron tranquilos. Harris mantiene fuertes lazos con Silicon Valley más allá de haber nacido y haberse educado en San Francisco. De su cercanía surgió la idea de un acuerdo. Las tecnológicas apoyarían la campaña de los demócratas y ellos se comprometían a votar porque las empresas se autorregulen y no sea el gobierno quien imponga un marco regulatorio.
Como vimos, las plataformas pueden sancionar personas o beneficiarlas, ayudar a ganar elecciones a quien les simpatice o pague por sus servicios. Dado que las plataformas generalmente no crean su contenido, sostienen que no son responsables de lo que los usuarios producen y, por lo tanto, están exentas de la difamación y otras leyes y regulaciones que rigen los medios tradicionales, como los periódicos y la televisión, pero no en la sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones. En otras palabras, son plataformas para la libertad de expresión y no asumen ninguna responsabilidad por lo que comunican sus usuarios. Los “usuarios” pueden machacar con que alguien es corrupto y la plataforma que difunde los comentarios no tiene nada de responsabilidad.
Esta afirmación es correcta en la medida en que crean poco contenido propio, que no existan trolls, que los contenidos no sean pagos, etc. Esta sería la cara política mezclada con el aporte del modelo económico. Aun así, aquí la trampa está en que reglas explícitas sobre lo que está o no permitido en estas plataformas, son protocolos redactados por sus dueños e implementas sólo cuando es necesario. Quién y por qué se aplican es motivo de discusión. Que ultraderechistas monten mentiras y campañas de odio está permitido, pero quizás una frase vetada conforme algunas restricciones impuestas por YouTube te quitará de esa plataforma, por nombrar al Ministro de Guerra ruso, por ejemplo.
Ahora bien, volvamos a la economía en cuanto a las redes sociales. En el siglo XIX y XX el concepto de “mercado” pasó de ser un espacio social destinado al intercambio entre vendedores y compradores a partir de un sistema de precios, a transformarse en una esfera de regulación social y validación de decisiones políticas. Para el neoliberalismo el mercado no solo permite el encuentro entre oferta y demanda, sino que, además, ratifica a la sociedad en sus decisiones políticas y su capacidad de regularse a sí misma.
El valor de las mercancías tendría que ver, según el artículo las Transformaciones en el capitalismo de la información, con que el mercado pasó a ser el centro desde el cual los consumidores asignan el valor de sus decisiones supuestamente racionales, con perfecta información de manera autónoma y libre en un contexto de total independencia. Los consumidores adquieren mercancías en función de un concepto que tiene un fuerte componente metafísico: las preferencias reveladas. Nace para la teoría económica moderna, en homo economicus.
Para la oferta y la demanda, el precio constituye una información que les permite tomar decisiones que se consideran racionales. Todas esas decisiones, que se toman de manera libre, autónoma y soberana en el mercado, conducen, finalmente, al equilibrio general de toda la sociedad, porque se premió a algunos o se castigó a otros, por lo que mercado termina autorregulándose y asignando perfectamente los recursos.
Un economista llamado Leon Walras, a fines del siglo XIX, ideó el concepto de equilibrio general. Se llama así porque en él coinciden, a saber, los tres mercados más importantes: el mercado de trabajo, el mercado de capitales y el mercado de bienes y servicios. Si dos mercados están en equilibrio, el tercero también lo estará. La oferta y la demanda se funden de forma natural y espontánea y arriban al equilibrio en función de su capacidad de autorregulación. En este enfoque de la teoría económica moderna, quien puede desplazar a la economía de sus posiciones de equilibrio general modificando los precios, es habitualmente, el Estado.
Según el artículo mencionado antes, “las nuevas tecnologías están logrando lo que a primera vista puede ser imposible: que las empresas puedan conocer de tal forma al consumidor que puedan registrarlo, inscribirlo y adecuarlo a sus propios modelos de negocios como un vector de su modelo de gestión”. Es decir, las corporaciones se desprenden de la producción, esto es, que produzcan una empresa terciarizada, Foxconn en el caso de Apple, mientras ella se dedicada a conocer y administrar las preferencias del consumidor. El desarrollo de las tecnologías de la información, con la expansión de las redes sociales permite hacer algo que era imposible en el siglo XX: individualizar su producción y llegar a tal conocimiento de la demanda que pueden generar patrones de comportamiento en los consumidores para inscribirlos dentro de sus propios modelos de gestión y de negocios.
La invención del mercado ha ido mejorando a cada paso, sobre todo cuando los mercados se volvieron controlados, monopolios, pero no es menos cierto que presentaban con un enorme signo de interrogación e incertidumbre. Es por ello que las empresas han invertido tanto en el conocimiento, comprensión y predicción de las tendencias del mercado. Es por ello, también, que se han desarrollado campos analíticos como la neuroeconomía y la economía del comportamiento, porque todos buscan intuir de la manera más cierta la forma por la cual se comportarán los mercados para poder reducir la incertidumbre, los gastos asociados a ella y, por ende, incrementar su rentabilidad.
La idea es reducir a cero la incertidumbre. Para estas corporaciones de la sociedad de la información, los consumidores ya no representan ningún misterio. Ellas saben qué sienten, qué necesitan, qué les gusta, qué no les gusta, cómo distribuyen su tiempo, cuáles son sus deseos, sus paranoias, sus excesos y cuáles sus debilidades, etc. Estas corporaciones tienen la posibilidad de desarrollar una especie de mapa cognitivo, afectivo, fisiológico e intelectual de todos y cada uno de sus consumidores reales y potenciales. Entonces, el desafío ya no consiste tanto en producir algo sino que el consumidor sea parte, esté dentro de la empresa, y para ello se necesita de información.
La empresa ya no solo produce un bien o un servicio, sino que también produce al consumidor de ese bien y de ese servicio. Las corporaciones tienen información del número de pasos que ha dado una persona en un día determinado a través de su teléfono, de los circuitos urbanos o rurales que ha recorrido, las compras que ha realizado, lo que necesita adquirir y de lo que habla con sus amistades acerca de lo que desearía. El volumen de información es tan grande y las posibilidades de integrarlas de manera consistente es tan vasta que se necesitan recursos tecnológicos gigantescos para hacerlo, y resulta tan complicado que se genera la inteligencia artificial, como un algoritmo que tenga capacidades heurísticas y probabilísticas para poder manejar la información que los consumidores diariamente exponen en las redes sociales.
Un ejemplo del artículo comentado es revelador. Las corporaciones de ropa deportiva, como Nike, Puma o Adidas, entre otras, “han logrado influir sobre la subjetividad de millones de personas que se han convertido en usuarios permanentes de eventos deportivos y que adquieren una serie de gadgets, ropa deportiva y uso de aplicaciones que les obligan a cambiar sus rutinas diarias de vida. Este comportamiento de las personas, aparentemente autónomo, en realidad se integra a las necesidades de las corporaciones cuando ellas saben exactamente lo que piensan y sienten estas personas y los motivan a que adopten ciertos comportamientos, entre ellos, el uso del gimnasio y sus rutinas.”
Nike, por ejemplo, pasó de la producción de artículos deportivos a la gestión de la marca, y de ahí a la formación y administración de conductas. Y lo han logrado porque tienen a su disposición algo que no existía en el siglo XIX, cuando tomó forma la teoría de los mercados y del equilibrio general. Ahora tienen información real y permanente de todos y cada uno de los consumidores. Ya no produce, internaliza al consumidor y terciariza la producción; ya no depende de la oferta y la demanda para determinar el precio. En la externalización de la producción, la corporación se queda con la marca, de ahí la importancia del derecho a la propiedad intelectual y los tribunales de conciliación y arbitraje para diferencias relativas a las inversiones. Son, de hecho, sus subcontratistas los que finalmente producen todo lo que estas corporaciones negocian.
Pero esos subcontratistas, a su vez, tienen a su disposición una fuerza de trabajo abundante, barata, precarizada y que, gracias a las zonas especiales de desarrollo económico, no tiene capacidad política de interferir en la producción porque tienen prohibida toda forma de sindicalización. La economía ya no pasa por producir, pasa por las redes sociales y conocer a los consumidores. Gracias por poner sus datos, subir sus fotos, mostrar sus necesidades. Si te gustó el artículo, dale like…
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