Ya lo dije antes: cuando pulso el icono correspondiente de mi móvil y accedo a una plataforma digital que contiene millones de obras musicales, me parece una barbaridad el hecho de que durante casi toda la historia humana la gente no pudiera acceder a la música más que oyéndola en vivo y en directo. Es un detalle que cae por su propio peso, pero vale la pena repetirlo: para mí pone de relieve esos milagros que hacen los compositores.
Cuando era joven, J.S. Bach, que vivía en Arnstadt, sentía tanta pasión por la música del organista y compositor germano-danés Dietrich Buxtehude que en cierta ocasión recorrió 400 kilómetros a pie, cuesta arriba, en invierno, en medio de la nieve, para llegar a Lübeck, conocer en persona al compositor y oírlo tocar. (Tuvo que pedir permiso en la iglesia donde trabajaba para hacer el viaje: rebasó el tiempo del permiso en unos meses, circunstancia que le acarreó muchos problemas cuando volvió a su ciudad.)
De la producción de Buxtehude solo ha llegado hasta nosotros alrededor de un centenar de obras, pero lo que tenemos explica por qué Bach lo admiraba tanto. Su música de órgano es pura inventiva contrapuntística; su música coral es rica, seductora, absorbente. Membra Jesu, ciclo de siete cantatas que es también el primer oratorio luterano, rebosa esa humanidad vívida y ese dramatismo narrativo que Bach aprovechará luego para sus más elevadas obras corales.
El título latino completo es Membra Iesu nostri patientis sanctissima, es decir, «Los santísimos miembros de nuestro Jesús sufriente», y cada movimiento está dedicado a una parte de su cuerpo. La parte que destacamos aquí está dedicada ad genua, «A las rodillas», y musicaliza un texto de Isaías en que se alude a Jerusalén en calidad de madre.
Clemency Burton-Hill
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