Con lenguaje actual, diríamos que lo que comenzó en esa fecha trágica y emblemática fue un gigantesco operativo de terrorismo de Estado. Cuyo punto de partida se dio con los pueblos originarios del siglo XV, siguió con los afrodescendientes norteamericanos explotados y reducidos furiosamente a la servidumbre, y continúa en nuestros días con las persecuciones a los mapuches en ambos lados de la Cordillera, o con las preciosas vidas suprimidas por la criminalidad policial y el gatillo facil y la tortura en el conurbano bonaerense y el resto del país, o con los secuestros y desapariciones de estudiantes en Ayozinapa, estado de Guerrero, México, o con el asesinato de los qom, pilagá, wichí, guaraníes y otras naciones originarias esparcidas por el territorio argentino que reclaman legitimamente contra el saqueo y el crimen.
Y, como siempre, las víctimas de este suelo fueron convertidas en victimarios y denominadas «salvajes», abriendo la eterna historia que se viene desarrollando desde el poder para blanquear a los genocidas.
"América"
«Genocidio» en el «desierto» |
El nombre, que significa «tierra en plena madurez» o «tierra de sangre vital», ya es utilizado por los originarios de Bolivia en sus documentos y declaraciones juradas, porque «colocar nombres foráneos a nuestras villas, ciudades y continentes es equivalente a someter nuestra identidad a la voluntad de nuestros invasores y herederos».
Takir, que es el nombre de guerra empleado en sus luchas y acciones políticas, fue perseguido y enviado al exilio por la dictadura de Hugo Banzer (1971-78). A su retorno a Bolivia fundó el movimiento Tupaj Katari en 1978. Previamente, en 1970, había comenzado una campaña por la recuperación del uso de la whipala como «colorido estandarte y símbolo indígena».
Exterminio
Las cifras difieren según la fuente, pero el exterminio costó la vida de no menos de setenta millones de seres humanos. Civilizaciones enteras, que habían desarrollado su cultura durante siglos y sus formas de apreciar la naturaleza y la relación humana, fueron destruidas.
Para citar simplemente un caso emblemático; el imperio de los incas, que el francés Louis Baudin (1887-1964) denominó «el imperio socialista de los incas», en un libro publicado en 1940, fue avasallado por la voracidad de los colonialistas, insaciables de riquezas e insaciables de sangre indígena.
A fines del siglo XV, según lo planteó el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro (Montes Claros, Minas Gerais, 1922 – Brasilia, 1997), en el momento en que los conquistadores europeos arribaban a estas playas, existían en el continente setenta millones de indígenas.
Un siglo después, de acuerdo a la misma fuente, sólo quedaban unos tres millones y medio, es decir hombres y mujeres que, después de haber sufrido la autodenominada «conquista de América», quedaron en la indigencia, ya que no pudieron usar ni gozar de las tierras que ellos habían ocupado desde hace siglos.
El exterminio de la población lugareña fue casi total, «tanto en las condiciones infrahumanas en las que fueron tratados los aborígenes -según documentó el propio Ribeiro- como por el suicidio en masa que existió en muchas comunidades cuando visualizaban que la miseria y la esclavitud era su único destino».
Nuestros padres, abuelos o bisabuelos vinieron a estas latitudes huyendo de la pobreza o la persecución. No sabían que venían a asentarse en un lugar que antes había pertenecido a los kollas, a los aztecas, a los pilagá, a los guaraníes, a los wichí, a los qom, a los matacos, a los mapuches, a los tehuelches, a los totonacas, a los huarpes, a los diaguitas, a los calchaquíes, a los sioux, a los mayas y a tantos otros pueblos exterminados o alejados de su tierra natal.
Tampoco hay mucha conciencia en los hijos, nietos o bisnietos de los inmigrantes europeos sobre la injusticia cometida. Los regímenes explotadores siempre se las han arreglado para enfrentar a pobres contra pobres. De todos modos no puedo dejar de admitir que, al escribir este trabajo, me embarga un sentimiento dual, quizás esquizofrénico, porque esta nota, sin duda, está destinada a reivindicar a los pueblos originarios. Pero, por el otro lado, no me siento tan bien, porque pienso que a lo mejor este escrito pueda formar parte de la mala conciencia de los blancos por los crímenes cometidos contra los indígenas.
De todos modos estoy aquí y tengan la más absoluta seguridad de que el autor de estas líneas, hijo de inmigrantes que llegaron acá escapándole al genocidio de ultramar, está un millón de veces más cerca de los hermanos indígenas que de los blancos explotadores y asesinos que han cometido tantos crímenes en nombre de sus pautas culturales que ellos consideraban superiores.
Educación y cultura
Los «indios», en esa percepción maniquea, falsificada, eran los malos e incultos; y los blancos, muchas veces personificados por actores inequívocamente de derecha como John Wayne, eran los sacrificados idealistas que venían a difundir aquí sus formas específicas de vida.
Eso dice la cultura oficial. Eso dicen los historiadores del sistema. Eso dice el cine. Eso dice la televisión.
Pero nosotros sabemos muy bien quiénes fueron los verdaderos asesinos. Y quiénes los que cometieron los crímenes más aberrantes.
Quiero detenerme especialmente en un episodio relativamente reciente, pero que es el símbolo de todos los genocidios, de antes y de ahora.
Me estoy refiriendo a lo que la historiografía oficial argentina conoce como «conquista del desierto» y que tuvo como jefe visible al general Julio Argentino Roca.
En julio de 1878, al hacerse cargo del Ministerio de Guerra y Marina, Roca puso en marcha su plan de exterminio. Roca estaba dispuesto a terminar con la población indígena del sur («los infieles», como los denominaban en esa época), para afirmar lo que él llamó «la soberanía nacional».
En ese mismo mes de julio de 1878, cada comandante de frontera recibió la orden de invadir las tierras de los indígenas.
Y Roca usó una expresión que, medio siglo después, utilizarían los nazis: hay que emprender rápidamente una «campaña de limpieza». La higiénica orden tenía como objetivo avanzar con prontitud hasta la línea del Río Negro y, en lo posible, no dejar a nadie con vida.
En una carta que, en esos días, Roca le mandó a Adolfo Alsina, su antecesor en el cargo, hablaba del «éxito de la campaña» y se vanagloriaba de que las llamadas «fuerzas nacionales» pudieron «eliminar al grueso de los contingentes indios y a sus principales caciques».
Roca personalmente comandó la matanza. Fueron asesinados miles de indígenas, entre ellos ancianos, mujeres y niños. Y el objetivo que perseguían lo lograron con creces, incorporando al «dominio soberano y efectivo de la Nación» una superficie territorial de unas 15.000 leguas, contenida entre la antigua y nueva frontera que, en ese momento, alcanzaba la margen septentrional de los ríos Negro y Neuquén.
En 1883, cinco años después de que Roca iniciara su sangriento periplo, todavía vagaban por ese territorio algunas tribus rebeldes reunidas bajo el mando del cacique Sayhueque. Para acabar definitivamente con ellos, el gobernador de la Patagonia y su guarnición, general Lorenzo Wintter, emprendió otra campaña de aniquilamiento que se desarrolló entre 1883 y comienzos de 1885.
En esta última campaña dieron muerte a unos 3.700 indígenas combatientes y a un número muy alto y no determinado de integrantes de las tribus.
El general Wintter (1842-1915, de origen alemán), en su informe al general Roca, anunció:
«Me es altamente satisfactorio y cábeme el honor de manifestar al Superior Gobierno y al país, que ha desaparecido para siempre en el Sud de la República toda limitación fronteriza contra el salvaje».
El régimen expoliador estaba eufórico por la sangre derramada. Y se refregaron las manos los terratenientes que incorporaron a sus posesiones aquellos suelos arrancados a los indígenas.
El querido y recordado Osvaldo Bayer estudió in extenso de qué modo esos despojos originaron la Sociedad Rural Argentina encabezada por la familia Martínez de Hoz.
Roca y los suyos respiraron tranquilos. La oligarquía comenzó a hacer grandes negocios, catapultando a la Argentina ganadera y agroexportadora. Y entonces fue cuando decidieron abrir la inmigración, suponiendo que los pobres de Europa iban a convertirse aquí en una mano de obra mucho más dócil que la de los indios y gauchos indómitos.
Pero se equivocaron, porque aquellos inmigrantes europeos, que traían nuevas ideas revolucionarias de sus países de origen, se inclinaron también por la desobediencia y la búsqueda de justicia.
Entonces empezaron otras luchas y otras confrontaciones, la del proletariado anarquista y socialista, que generó otros instrumentos represivos como la Ley de Residencia, que el general Roca, ya en su carácter de presidente de la República, impulsó bajo la inspiración del novelista y senador Miguel Cané (1851-1915).
Cien años después, en 1978, otra dictadura genocida, la del general Jorge Rafael Videla, resolvió celebrar el centenario de aquella matanza que volvió a ser rotulada como «Campaña del desierto».
Videla celebrando a Roca es un poco el símbolo de la hermandad de los genocidas de distintas épocas en una Argentina que, parafraseando al escritor peruano Ciro Alegría (1909-1967), siempre fue «ancha y ajena».
Boleslao Lewin (Lodz, Polonia, 1909 – Buenos Aires, 1988), escritor e investigador judío que se radicó en la Argentina huyendo de los pogromos de su tierra natal, rápidamente se identificó con la tragedia indígena y, a principios de los años cuarenta (cuando sus familiares y compañeros eran exterminados por los nazis en Europa), publicó aquí su monumental biografía de Túpac Amaru, en la que documentó de qué modo el imperio socialista de los incas fue arrasado por la criminalidad de los godos, ávidos de riquezas y de sangre india.
Por eso levantamos las banderas de los dos rebeldes que se llamaron Túpac Amaru, el del siglo XVI, que fue asesinado en la Plaza del Cuzco por las huestes del virrey Toledo. Y el del siglo XVIII, nacido con el nombre de José Gabriel Condorcanqui, que lideró uno de los levantamientos de oprimidos más sublimes de la historia y fue descuartizado junto a su familia. Las banderas revolucionarias de Túpac Amaru son las nuestras.
Recuerdo
En esos feriados largos con que el sistema celebra el 12 de octubre, nosotros recordamos los más de 530 años de genocidio y discriminación que sufrieron los indígenas de estas tierras.
Sus luchas, por la memoria de lo que pasó y por las humillaciones y exterminios que siguen sufriendo hoy, se entroncan con los luchadores actuales que en todo el mundo están enfrentando genocidios, hambre, exclusión y racismo.
Hermanos aborígenes. Hermanos de los pueblos originarios. Este hermano, este hijo de inmigrantes judíos que escaparon hacia aquí por otros exterminios, los saluda.
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