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Revolución Democrática

Rocco Carbone sostiene en esta nota que el fascista del siglo XXI reduce la lengua al improperio vulgar y a la narrativa economicista de forma y contenido incomprobable. Esta lengua devela que el fascismo es un poder anticulturalista. La revolución democrática antifascista no deberá ser simple repetición de la democracia anterior a diciembre de 2023 sino reanudación y renovación.


Por Rocco Carbone para La Tecl@ Eñe
Agustín Laje

En la lengua despótica del fascismo sigiloso del siglo XXI hay una preocupación permanente por la velocidad de la inflación. En su corazón habita una retórica que expresa la predisposición del poder de gobierno para bajarla. Y por lo que dicen, la bajaron, pero con la “gente afuera”. Aminorar la velocidad de la inflación implica un declive de la economía que afecta el nivel de vida social de las clases trabajadoras. Bien visto, la inflación remite a la lucha de clases: “nunca es sólo un fenómeno monetario, del mismo modo que el dinero nunca es sólo un emblema del valor de cambio” (Y. Varoufakis, Tecno-feudalismo. El sigiloso sucesor del capitalismo, Ariel, 2024, pp. 143). Se puede considerar de este modo: cuando los precios de los bienes y servicios aumentan se activa un juego de poder y todo “el mundo intenta averiguar su capacidad de negociación” (Varoufakis, p. 144). El poder es una relación social, por ende es antropológicamente significativo. Puede ser imaginado como una fuerza cuyos propósitos se mensuran por sus efectos y como una probabilidad: de que un sujeto ubicado en una relación social imponga su voluntad a pesar de todo tipo de resistencia. En el juego de poder al que hace referencia Varoufakis, las empresas intentan descubrir hasta dónde pueden subir los precios de los bienes producidos o de los servicios ofrecidos. Los rentistas, homólogamente, sondean hasta dónde pueden subir la renta. Lxs trabajadores organizadxs sindicalmente luchan para conseguir mejoras salariales y organizan paros, huelgas, jornadas de protestas o movilizaciones masivas. Con las estampidas de precios los Estados suelen recaudar un mayor volumen de impuestos a través del IVA, entonces otro sujeto que interviene en la disputa es el gobierno. Este puede decidir destinar una fracción de lo recaudado a los sectores sociales más vulnerables, afectados por la miseria, el hambre o la indigencia; sería un gobierno de características populares. O puede optar por bancar a la empresa que debe pagar boletas más caras por el aumento de la energía; sería un gobierno procapitalista. O puede optar por no hacer nada y dejar que “regule el mercado”. En una disputa de esta índole, lo más importante es el poder que logra ejercerse. “Si el capital domina a la mano de obra, la inflación termina cuando los trabajadores aceptan una reducción permanente de la parte que representan los salarios en los ingresos totales. Si el gobierno domina al capital, como por ejemplo sucede en China, la inflación se desvanece cuando los capitalistas y los rentistas consienten que una parte de su botín se utilice para pagar una parte del déficit, las deudas o los gastos del Estado” (Varoufakis, p. 146). De esto desciende lo dicho más arriba: que la inflación es un emergente del recrudecimiento de la lucha de clases. Remite a la tensión o antagonismo que se crea en una sociedad por los intereses socioeconómicos contrapuestos entre clases diferentes. Nada de velocidad ni mejoras sociales, como nos quiere engrupir el presidente Milei.

El comportamiento político del fascista sigiloso del siglo XXI revela plenamente la incapacidad de desarrollar un sentido de lo común y de compartir los derechos que son propios de la reciprocidad social. Si se acepta al fascista como un sujeto que organiza una lengua bárbara, entonces debe ser aceptado como un bárbaro de la vida política y de la vida social, o sea digamos, como alguien que está más allá de los confines sociales y políticos democráticos. Ese reconocimiento debe instarnos a luchar con medios extraordinarios, quiero decir, diferentes respecto de los métodos de lucha que empleamos usualmente ante otro sujeto democrático, con quien se comparte el mismo universo ético. La carnadura de ese carácter extraordinario debe ser debatida y precisada por el campo antagonista al poder fascista. El campo plebeyo, democrático y radical. Ese carácter al que me refiero debe ser necesariamente extraordinario porque el conflicto que propone el poder fascista es total, puesto que apunta a la anulación del otro. Su emergente más visible fue el intento de magnifemicidio contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, en el que convergieron el poder fascista y el poder mafioso, que también orquesta un conflicto total para aniquilar a su antagonista, que más que eso es un enemigo (F. Armao, Il sistema mafia. Dall’economia-mondo al dominio locale, Bollati Boringhieri, 2000). Esta cuestión es reconocida también por Rozanski: “Una vez determinado un enemigo, todas las medidas gubernamentales de los tiranos estarán dirigidas a su descalificación, demonización y, finalmente, destrucción total” (p. 94).

Agustín Laje -referente de la juventud libertaria- lo explicó sin vueltas en un tuit del 27/7/2024: “Si los cristianos no luchan, serán destruidos sin piedad. Si sus líderes los siguen educando en la cobardía y la sumisión, jamás lucharán. […] la agenda WOKE avanza, y pone sobre la mesa su voluntad política de destrucción. Si no la destruimos, nos destruyen. No existe una tercera vía. O asumimos que son enemigos (hostis, no inimicus), o perecemos” (@AgustinLaje, 14,42h). Recurrir a las palabras hostis e inimicus devela los imaginarios bibliográficos de referencia de Laje, pues deriva esos conceptos de Carl Schmitt, jurista y teórico político alemán que tuvo un compromiso espeso con el régimen nazi. En su texto El concepto de lo político dice que el inimicus (enemigo privado) implica odio y voluntad de aniquilación personal. El hostis en cambio indica una enemistad pública, que presupone una lucha encarnizada que afecta a la comunidad. Contra el pacifismo y las sagacidades negociadoras democráticas, el fascismo promueve la violencia. Los discursos de odio son propios del fascismo del siglo XXI -no provienen de otras fuerzas políticas (Ricardo Aronskind lo ha dicho con precisión)-, expresan odio a la disidencia, remiten a prácticas de anulación del otrx y son el complemento discursivo del declive de la economía real, que afecta el nivel de vida social de las capas medias y bajas.

En cuanto al conflicto total, allí tenemos un hecho diferencial entre el poder mafio-fascista -que organiza al otrx como enemigo absoluto, con quien no comparte ni lengua ni reglas ni autoridades- y el poder democrático. Este elabora un antagonismo que se puede subsumir en la afirmación de una relación de hegemonía, entre conductor/a y conducidx (M. Revelli, Le due destre. Bollati Boringhieri, 1996). En una sociedad democrática existe el consenso del sujeto ciudadano que elige más o menos libremente de qué parte estar, a qué partido o espacio o idea adherir. En un régimen totalitario como el fascismo existe un consenso de masas, del sujeto masa o masificado. Este consenso es emotivo (como el uso masivo del emoticón), está hecho de contacto físico, de una exaltación pasajera, de un entusiasmo efímero y en parte coartado (en el sentido de reducido). En la reunión de masa del fascismo arqueológico la participación era obligatoria, estaba prescripta (casi) militarmente, se debía concurrir uniformados y cualquier forma de disidencia estaba prohibida. “Los disidentes estaban bien escondidos en sus casas, cuando no eran arrestados en las grandes ocasiones en las que el consenso debía aparecer, como se decía, totalitario” (Bobbio, p. 93). No hay consenso posible donde el disenso no tiene expresividad, ni lugar ni cabida. “Se puede hablar de consenso sólo cuando el consenso es la consecuencia de una libre elección entre consenso y disenso. […] En ningún país libre del mundo el consenso puede ser unánime. Si el consenso es unánime quiere decir que no es libre” (Bobbio, p. 93). Todo esto está en la reunión de masa que retrata el Gran dictador de Chaplin en la que se representa a un sujeto uniforme masificado o en las grandes manifestaciones fascistas en Piazza Venezia (Roma) durante los discursos públicos del Duce. Hay en este sentido una profunda diferencia psicológica y sociológica entre la reunión masiva fascista y la gran movilización democrática popular. En la concentración o en la movilización democrática nunca hay consenso pleno y el sujeto ciudadano más o menos libre participa suelto, va con su grupete de amigas, en pareja, con hijxs, o en una columna que no es homóloga con la que está al lado o inmediatamente antes o mucho después. Esto es así porque el poder democrático es amplio, diseminado, reconocible en su diversidad. La aclamación de una multitud uniforme, en cambio, es propia del momento político fascista. Allí el sujeto de la aclamación es la propia multitud.

Otro punto de contacto entre el poder mafioso y el fascista consiste en que ambos son incapaces de cultivar el respeto -sea de otro ser humano, sea de la naturaleza- porque lo que los anima es la insaciabilidad predatoria del capital. El mafioso, como el fascista mata, viola, contamina, destruye. Son los Atilas del mundo global. En otro orden de cosas, el fascista, como el mafioso, suele presentar ese trastorno de la personalidad acuñado en la categoría de psicopatía, que está constituida por tres dimensiones: inmadurez afectiva, que esconde una puerilidad de fondo y provoca intolerancia ante las frustraciones, incapacidad para expresar sentimientos positivos (como la simpatía y la gratitud), vida sexo-afectiva impersonal y no comprometida; apatía moral que se manifiesta en la ausencia de sentimientos de remordimiento o de culpa, falta de responsabilidad, falsedad e insinceridad sistemáticas; conducta antisocial, que no es episódica ni impulsiva, sino constante y planificada, y a menudo conduce a conductas criminales llevadas a cabo con frialdad e indiferencia. En resumen, ni el fascista ni el mafioso desarrollan sentimientos sociales porque no les importan los otros seres humanos (U. Galimberti, Dizionario di psicología, UTET, 1992; U. Fornari, Trattato di psichiatria forense, UTET, 1997). 

Rocco Carbone



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