El tono del mismo, propio de un profeta que advierte sobre catástrofes y que lanza admoniciones, evocó el que pronunciara en el Foro Económico Mundial de Davos en enero, poco más de un mes después de haber asumido la presidencia. Entonces, se recuerda, llegó tras pontificar que «Occidente está en peligro porque aquellos que supuestamente deben defender sus valores se encuentran cooptados por una visión del mundo que inexorablemente conduce al socialismo y, en consecuencia, a la pobreza».
Algo similar volvió a predicar este martes, en medio de alusiones mesiánicas, citas de autoridad mal aplicadas, ataques a la propia organización anfitriona, un desacople de la Argentina respecto de la agenda del momento y, probablemente lo más novedoso, una llamativa toma de distancia frente a las «democracias del mundo libre» en las que, se supone, se referenciaba. Es como si el Presidente ya no se declarara, como hasta ahora, alineado con ellas, sino que pretendiera alinearlas detrás de su figura.
En el discurso del mandatario argentino hubo varias referencias religiosas, desde el profeta Isaías al propio Creador y –claro– a las fuerzas del cielo, pasando por una «defensa de la vida» –desde la concepción, se entiende– basada en criterios bíblicos antes que sanitarios.
En paralelo, la denuncia moral –una suerte de neodecadentismo sin sustancia estética, reacción a una «izquierda» que, en verdad, no existe casi en ningún lado– llevó a Milei a citar de modo equívoco a François Dubet.
«Nosotros, en Argentina, ya hemos visto con nuestros propios ojos lo que hay al final de este camino de envidia y pasiones tristes: pobreza, embrutecimiento, anarquía y una ausencia fatal de libertad. Todavía estamos a tiempo de apartarnos de ese rumbo», le advirtió al mundo.
En verdad, el sociólogo francés desarrolló en su libro La época de las pasiones tristesla idea de que estas, nacidas de experiencias individuales de desigualdad que ya no encuentran sentido ni cauce en ninguna idea de clase o de grupo, generan fenómenos de odio, racismo y xenofobia, entre otros, con especial arraigo en las redes sociales. Dubet no denuncia la cultura woke que Milei desprecia; describe en clave progresista el caldo de la ultraderecha que el argentino representa como pocos.
«Vivimos en un tiempo de pasiones tristes. Emociones como la ira, la indignación y el resentimiento atraviesan las redes sociales y la opinión de los panelistas televisivos. Ese enojo toma la forma de la denuncia o la catarsis por un orden que se siente injusto y suele encarnizarse con los que reciben asistencia del Estado (¡todos inútiles!), pero también con los políticos y las élites (¡todos corruptos!)», escribió el autor.
Alguien le acercó al Presidente un mal refrito de inteligencia artificial.
Insultos en casa ajena
Tal vez movido por la idea de que es capaz de convertirse en el «líder del mundo libre» –condición que tantas películas atribuyen, al parecer equivocadamente, a los presidentes estadounidenses y no a los argentinos– o por la falta de temor a aislar al país del mundo, Milei embistió agresivamente contra la ONU.
Si bien rescató su «misión original» y sus logros iniciales, advirtió al resto de sus homólogos y a la propia organización sobre «los peligros» implícitos «en el camino que están transitando hace décadas». Hubo aroma a Davos.
«Vengo aquí a decirle al mundo lo que va a ocurrir si las Naciones Unidas continúan promoviendo las políticas colectivistas«, un giro que la convirtió –aseveró– en «un Leviatán de múltiples tentáculos que pretende decidir no sólo qué debe hacer cada Estado nación, sino también cómo deben vivir todos los ciudadanos del mundo. Así es como pasamos de una organización que perseguía la paz a una organización que les impone una agenda ideológica a sus miembros sobre un sinfín de temas que hacen a la vida del hombre en sociedad».
En ese pasaje, la ONU –deliró– adoptó «un modelo de gobierno supranacional de burócratas internacionales».
Argentina y la banalidad de la altisonancia
Luiz Inácio Lula da Silva aludió al argentino desde el estrado al advertir sobre los riesgos de los «experimentos ultraliberales» en boga en la región.
También lo hizo luego el colombiano Gustavo Petro, quien dio un discurso de fuerte sesgo socialista, adverso a las grandes potencias y a sus multimillonarios. «Ellos son los que dicen qué se piensa, qué se dice y qué debe ser prohibido y silenciado (…) y gritan: ‘¡Viva la libertad, carajo!‘, pero es sólo la libertad del uno por ciento más rico de la población mundial, que en su sentir mercantil y libre nos lleva a la destrucción de la atmósfera y de la vida», denunció.
Con esos ecos de viejas reyertas, Lula da Silva y Petro incrementaron el protagonismo de Milei, algo que este debe haber disfrutado. Sin embargo, esa visibilidad es apenas un fulgor, esas palabras, ruido y la influencia que imagina, soledad. Milei es una máquina de convertir oportunidades políticas en likes de X.
Dejad que el mundo venga a mí
Lo más sustancioso pasó por la crítica de Milei a lo hecho en materia ambiental por «los países que se desarrollaron gracias a hacer lo mismo que hoy condenan» y a lo que definió como «élites globales». ¿Qué quedó de su proclamado «alineamiento con las democracias del mundo libre?
Así las cosas, nuestro país ya no parece alinearse con nadie, sino que, al revés, invita a todos a alinearse con él. Yo y Platero.
O bien el jefe de Estado sobreestima su liderazgo internacional –y las capacidades de un país como la Argentina para darle sustento– o no le importa endosarle a la sociedad el precio del aislamiento. Ese riesgo surge del desenganche de nuestro país respecto de la agenda global, esto es de los temas que le importan al grueso de la comunidad internacional, especialmente a Estados Unidos, a los 27 miembros de la Unión Europea, a Japón, Canadá, Australia y otros países. Y, Milei aparte, también a la Argentina real.
Una reconversión ideológica sensible
En su diatriba, Milei dejó de comportarse como el anarcocapitalista que dice ser, algo que su praxis doméstica –verdaderamente camaleónica– desmiente desde hace rato a fuerza de heterodoxias e intervenciones de mercado.
¿En qué amaga convertirse, entonces? Básicamente, en un antiglobalista.
Globalismo no significa globalización. En la jerga de la vulgata pseudoacadémica de las ultraderechas, el concepto alude al supuesto aprovechamiento de la globalización por parte del marxismo cultural para imponer su hegemonía. De ese modo, la respuesta al globalismo es el soberanismo, que tampoco es un nacionalismo tradicional, sino más bien la reivindicación de la autoridad de los Estados nacionales por encima de las pretensiones de presunta dictadura mundial de la ONU.
Extraño… ¿El anarcocapitalista deviene en soberanista y ahora cree en el Estado? ¿En qué te han convertido, Javier?
Así, parece haber cada más Agustín Laje y menos Friedrich Hayek. Más, sobre todo, Donald Trump, Jair Bolsonaro, Santiago Abascal, Marine Le Pen y Víktor Orban.
En este punto se encuentra la posibilidad de una deriva de Milei que hay que seguir con atención: la de la exacerbación de los valores occidentales por encima de los cosmopolitas, la del conservadurismo en lugar del liberalismo, la del objetivo de incrementar la tasa de natalidad –sí, lo dijo– en un escenario de conflicto civilizatorio…
La serie promete episodios aun más atrevidos.
Siguiendo las miguitas ideológicas del mileísmo
A las ya aludidas críticas al doble discurso de potencias que se desarrollaron depredando un ecosistema que hoy –mientras siguen contaminando– piden preservar sin considerar diferencias nacionales de desarrollo, y a las «élites globales», sumó otros elementos dignos de mención.
Antiizquerdismo. Macartismo que lo lleva a imaginar socialismo en los sitios más impensados y reproche a la ONU por no cumplir «satisfactoriamente su misión de defender la soberanía territorial de sus integrantes, como sabemos los argentinos de primera mano en la relación con las Islas Malvinas«, recriminó. También como se constató en «la aberrante invasión rusa a Ucrania».
Asimismo, postura anticientífica cuando propuso considerar un crimen de lesa humanidad las cuarentenas de la última pandemia, denuncia del «colectivismo y el ‘postureo’ moral de la agenda woke«, y rechazo a la idea de la ONU como un gobierno mundial de corte totalitario.
Esto último es para él el llamado Pacto del Futuro, sucesor de la Agenda 2030 y del que la Argentina se bajó –sin siquiera votarla en contra– de espaldas a 193 naciones y en sintonía con países como Venezuela, Nicaragua, El Salvador, Haití, Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Afganistán, Kirguistán, Uzbekistán, Brunéi, Burkina Faso, República Centroafricana, Chad y Eritrea.
Dicho acuerdo busca dar respuesta a «los mayores desafíos de la época»: el cambio climático, el mantenimiento de la paz, la regulación de la inteligencia artificial, la lucha contra el hambre y la promoción de la educación y la equidad de género. Esa es la agenda el mundo; esa es la agenda de la que se descuelga la Argentina de ultraderecha.
Una ensalada doctrinaria
La deriva colectivista que le adjudicó a las Naciones Unidas y, en los hechos, a «las democracias del mundo libre», es consecuencia –según dijo– del abandono de los principios wilsonianos. Aludió así a la doctrina del presidente estadounidense Woodrow Wilson, impulsor de la Sociedad de las Naciones –precursora de la ONU en el período de entreguerras– y emblema del idealismo y de la cooperación internacional.
Al reivindicar el wilsonismo, hizo –¿lo sabía?– la apología de una doctrina refractaria a los aislacionismos y que apuesta a la negociación para evitar que los conflictos deriven en guerras. No es casual que esta se haya desplegado tras la Primera Guerra Mundial y que haya languidecido cuando se incubaba la Segunda.
El detalle es que, en paralelo, anunció que «la República Argentina va a abandonar la posición de neutralidad histórica que nos caracterizó y va a estar a la vanguardia de la lucha en defensa de la libertad». Es decir: va a tomar partido –por Ucrania y otros países, pero sobre todo por Israel – incluso al precio de verse inmersa en conflictos ajenos, ya sea convencionales o vinculados al terrorismo. No a la negociación y sí al barro de la trinchera.
Enmarcado en los tiempos que la ONU adjudica a cada jefe de Estado o de Gobierno, su discurso fue demasiado breve para contener tantos equívocos.
Malvinas y la Argentina olvidada
Retomemos dos hilos: la reivindicación de la soberanía sobre las Malvinas y el fin de lo que definió como «neutralidad» –o, con más precisión, del principio de no injerencia– que es consustancial a la tradición diplomática de nuestro país.
Sobre lo primero, resulta curioso el modo en que suelen colisionar los dichos y los hechos del Gobierno. Casi en simultáneo con el discurso de Milei, la canciller Diana Mondino cerraba con el secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido David Lammy un acuerdo que incluye el restablecimiento de los vuelos semanales de San Pablo a nuestras islas ocupadas con «una escala mensual en Córdoba». Vuelve el «paraguas de soberanía», justo lo que necesita Londres para avanzar con sus intereses en el Atlántico Sur sin siquiera entregar promesas a cambio. Milei le pide a la ONU que resuelva un conflicto que su administración desdeña.
En relación con lo segundo, el abandono de la tradición de no injerencia, el país deserta de cualquier pretensión de ejercicio de soft power, el único, pero no menor que le cabe en función de sus capacidades materiales. ¿Un ejemplo de eso? La participación de los Cascos Blancos en situaciones de emergencia humanitaria. ¿Otro? Las actividades del Equipo Argentino de Antropología Forense para identificar a víctimas de desaparición y muerte en diversas geografías. Esos aportes, entre otros, generan influencia, lazos y apoyos futuros en temas que hacen al interés nacional.
Además, renuncia a una larga y rica tradición diplomática que incluye al premio Nobel de la paz Carlos Saavedra Lamas. Este fue el autor del pacto antibélico de 1933 que lleva su apellido y que fue firmado por los principales países de la región y luego por varios de Europa, llegando a sumar 21 adhesiones. También fue el responsable de la mediación que puso fin a la Guerra del Chaco en 1935.
Asimismo, ignora el aporte de Luis María Drago en 1902 –durante la segunda presidencia de su admirado Julio Roca–, la llamada Doctrina Drago, que sentó precedente al impedirle a Estados Unidos bloquear por mar a Venezuela para forzar el cobro de una acreencia.
¿Le habrá dicho alguien al Presidente a qué tradiciones renuncia –y qué peligros suscita– cuando deplora «la neutralidad» como cosa de tibios?
La no injerencia y el límite a la prepotencia militar son salvaguardas del derecho internacional y, como tales, un reaseguro para países débiles como el nuestro.
Lejos del mundo y con sus intereses olvidados por su propio gobierno, la Argentina está más sola que nunca.
Marcelo Falak
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