Omar Torrijos a Felipe González
La hondura desesperada del invierno ya está aquí. Aun así, la vida es una sobremesa eterna, de gente sencilla con sus ilusiones tranquilas, desvencijadas, gestionadas en el día a día, sin buscar más allá de lo alcanzable. Hondonadas de gestos nimios, rituales de vida pequeña, cercana. Realmente hay que agarrarse a esa pequeña parte de nosotros, a lo más bello, elevado, decente y misterioso que tenemos para no desesperarnos y prender fuego a este punto azul suspendido en la oscuridad. La vida también va de eso, de hablar, de decidir, sobre ese “nosotros” cada vez más restringido por este individualismo neoliberal que nos ha convertido en primates jibarizados que viven dentro de un teléfono. Se respira mal. Las palabras fueron mutando poco a poco para adaptarse a una nueva realidad. La gente dejó de tener amigos para amasar seguidores. Desaparecieron las ideas para dar paso a las tendencias. Las plataformas empezaron a contactar a clientes con vendedores, a espectadores con creadores de contenidos. “Como nos van cobrando el alquiler del mundo”, diría César Vallejo.
¿Hasta dónde vamos a estar dispuestos a sacrificar lo particular en nombre de lo colectivo? Acaso no es medianoche en nuestro país. ¿A cuánto sale el kilo de igualdad en el mercado que habitamos? Por cada víctima que paga el pato, hay alguien que se lo come entero. La omnipotencia corrosiva de la falta de conciencia del bien común acompaña a las clases dominantes para trocear el Estado, parasitarlo, privatizarlo, extorsionarlo, en el límite mismo del silencio, de lo que no puede ser contado sin profanar la culpa y la responsabilidad de la ciudadanía. Un Estado que ya han empezado a desmantelarlo después de haberlo desacreditado. En Francia basta ver el edificio de un liceo de enseñanza media con su bandera tricolor en la fachada de piedra y el rótulo “Republique Francaise” inscrito en el dintel para darse cuenta de que el Estado es una cosa seria.
Uno puede dejar de comer, pero no de pensar. En la Argentina de la mirada sucia lo primero que debemos preguntarnos es si Milei es un libertario. El término suena artificial: “libertario” es una traducción automática del inglés “libertarian”, que en el contexto español genera, además, una cierta confusión, ya que remite al Movimiento Libertario, la organización anarcosindicalista de finales de los años treinta, que nada tiene que ver con lo que propugna Milei. El libertarismo tiene sus orígenes en el liberalismo clásico de John Locke y Adam Smith, que identifica la libertad individual como valor supremo y deriva de ella restricciones importantes al tamaño del Estado y sus imposiciones. En Estados Unidos, el pensamiento progresista que abogaba por un Estado más presente pasó a ser identificado como “liberal” y de ahí que las propuestas de economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman fuesen encuadradas en la ortopédica categoría de “libertarias”. Hay quien cree en Europa que la distinción entre libertarios y liberales resulta artificiosa e innecesaria: son lo mismo. En varias ocasiones, Milei ha declarado que, al menos teóricamente, se siente influido por el economista e historiador Murray Rothbard, de la escuela austriaca, que no duda en presentar al Estado como una organización criminal que practica con los impuestos su particular forma de robo a mano armada. La etiqueta de ultraliberal cobra cierto sentido si tenemos en cuenta que en la utopía de Milei no hay constituciones, sino contratos; no somos ciudadanos, sino clientes. Que Milei haya virado hacia un lockeano o minanarquista, como Ludwig von Mises, Ayn Rand o Robert Nozick, que justifican la existencia de un Estado mínimo o gendarme centrado en la defensa y en la protección del derecho a la vida, la libertad y la propiedad, habla de sus contradicciones y de sus ideas delirantes de ida y vuelta. En esta entelequia pobretona, tan lastrada por la penuria como por la incompetencia, y tan solo eficiente en la política del odio, la Argentina de la mirada sucia avanza en su patetismo. “En un orden social como este, mi única posición posible es la de mendigo”, diría James Joyce.
La miseria siempre resulta sospechosa. Los efectos verdaderos del hambre no pueden maquillarse. Es la lección inmemorial de la conciencia de los límites, de la mesura, de la gratitud hacia los valores comunes, los esenciales, los que no se pueden recobrar si se pierden, ni quedar sometidos al capricho de la codicia, ni a la compraventa, por la rapacidad de unos pocos y la negligencia de casi todos.
Aunque
no lo parezca no solo vemos con los ojos: también con las manos, con el
tacto, con la piel, el olfato, el oído. Navegar por una blancura
cegadora y llegar hasta donde se pueda, y un poco más allá, es una de
las necesidades esenciales del alma.
Por ahí viene la Patria,
con la mirada sucia,
sin una caricia,
sin un cobijo.
Densa,
con el hambre a cuestas.
Pesa y avanza.
En el frío de la noche,
los enajenados,
los expulsados,
los que no encajan,
los que sobran,
tiemblan.
Los sueños se han poblados de lobos.
Logroño, España, 29 de marzo de 2024.
José Luis Lanao - Periodista. Jugador de Vélez Sarsfield, clubs de España, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.
Comments
Post a Comment