Spinetta y los ojos del alma
Por Diego Fischerman
Músico fundamental, original y forjador de un estilo único, Luis Alberto Spinetta tuvo una obra prolífica, como solista y con sus bandas, que permanece, eterna, en el corazón de sus seguidores. A diez años de su partida, un repaso por su vida creativa confirma que fue uno de los más integrales artistas de la Argentina.
Obertura. En 1970, en el número 1 de la revista Pelo, que pronto se convirtió en la principal tribuna de doctrina de lo que acabo llamándose “rock nacional”, se publicaba una entrevista a Almendra. Eran los tiempos en que el grupo ensayaba una ópera que jamás vio la luz, salvo por su “Obertura”, incluida en su segundo álbum, el doble. En el artículo se hablaba de la posibilidad de que Almendra tocara en el exterior e, incluso, de una supuesta emigración, a pesar del “éxito” de su primer LP que, “burlando todos los pronósticos”, llevaba más de diez mil ejemplares vendidos. “Nueve temas con el gran mérito de ser incomparables con lo conocido hasta el momento en música pop”, deslizaba el redactor.
“No vamos a ir a Inglaterra, por ejemplo, a tocar blues”, decía el baterista, Rodolfo García. “Iríamos a llevar nuestra música popular con intenciones de que sea universal.” Y Edelmiro Molinari, el guitarrista, completaba, ante la pregunta de si esa “música popular” contenía elementos de tango y folklore: “Por supuesto. Es muy natural. Yo no me doy cuenta de que tengo una mano; la tengo y la utilizo. Lo mismo ocurre con la música que gira alrededor de todos nosotros. Si estuviéramos en otro país seguramente utilizaríamos otros elementos musicales”. En la misma entrevista se mencionaba, más adelante, el single próximo a publicarse, con “Hermano perro” (la letra era anticipada por la revista) como tema principal. Luis Alberto Spinetta se refería, entonces, a la influencia de The Who, “no en la melodía ni en las armonizaciones pero sí en el tratamiento rítmico”. La mención estaba lejos de ser azarosa, si se piensa que uno de los primeros grupos de Spinetta, cuatro años atrás, se había llamado Los Mods. La referencia evidente era al movimiento inglés que había tomado su nombre de la abreviatura de modernists. Un movimiento que había tenido como adalides a The Who y que se caracterizaba, entre otras cosas, por su gusto por el cine francés de la nueva ola (nouvelle vague), por el existencialismo literario y por el bop y sus ramificaciones en el cool jazz (“jazz fino” y no “frío”, como suele traducírselo incorrectamente).
Había, en los mods, una percepción de lo moderno, lo cosmopolita, lo urbano, lo ecléctico, como valor. Y ese era –seguía siendo– el principio de aquel primer disco de larga duración de Almendra. Algo que tributaba a las salvajes improvisaciones de Cream alrededor del blues (en “Color humano”), algo que hacía pensar en el jazz de Dave Brubeck –y en la música de Burt Bacharach para la escena de la huida a Sudamérica en el film Butch Cassidy and the Sundance Kid, de 1968– (en “A estos hombres tristes”), baladas como “Muchacha”, “Laura va” o “Plegaria para un niño dormido”, donde se filtraban sin dificultad temáticas y gestos del tango y el folklore (“Canción para un niño en la calle”, grabada por Mercedes Sosa en 1967), y alusiones a un jazz más tenue o al rock n’ roll (en “Que el viento borró tus manos” y “Ana no duerme”). Y, también, ese eco de psicodelia pasado por la “María de Buenos Aires” de Piazzolla y Ferrer (también del 68) que se materializa en “Figuración”.
La obertura de la ópera inconclusa, compuesta en 1970, propone una síntesis de algunos rasgos del genio musical de Spinetta que estarían presentes a lo largo de su inmensa –e intensa– vida creativa: su guitarra rítmica à la The Who (es decir, à la Pete Townshend, su guitarrista) y la batería haciendo un patrón rítmico típico del candombe. No se trataba, para él, del género como norma (ni siquiera del género “rock”) sino del estilo como lectura y traducción personal de los géneros.
Suele pensarse a Luis Alberto Spinetta como uno de los fundadores del rock nacional. En todo caso, como el padre absoluto de una clase de rock arriesgado en lo estético y siempre capaz de ir más allá y de tensar los límites de lo ya probado. No obstante, han sido muy pocos los continuadores de esa línea y muchos menos los que han logrado agregar a ella algo personal y significativo. Si se repara en que su obra es una de las más vastas y originales de todo el campo de la canción de tradición popular en la Argentina –y posiblemente en el mundo–, resulta mucho más interesante olvidarse por un momento del rock e ir a esa temprana definición de Rodolfo García (“nuestra música popular”) para situar a Spinetta –y a cada uno de los grupos que lideró– como parte de otra serie. Una serie que confluye en el rock, por razones generacionales, pero a la que podría denominarse “de la modernidad”: Piazzolla y Eladia Blázquez, el jazz del Bop Club de Buenos Aires –del que emergieron Lalo Schifrin y el Gato Barbieri–, María Elena Walsh y su uso de los mapas musicales –un modelo que de alguna manera reproduce el primer disco de Almendra– tanto en sus canciones para chicos como en Juguemos en el mundo, el show y luego el disco que fueron contemporáneos de los comienzos de Almendra. Habría que pensar, más bien, que el rock –es decir, eso que la revista Pelo insistió en que debía llamarse de esa manera, diferenciándolo del rock n’ roll y de la “música beat”– entró en esa serie de la modernidad argentina, la inseminó y, en esa generación cuyas fuentes no eran el rock por la sencilla razón de que eso aún no existía, hicieron posibles algunas de las músicas más interesantes del siglo.
En el mundo en que emerge el talento de Spinetta, a los grupos se los llamaba conjuntos. Se conocía a los Beatles, es claro. Pero ninguno de sus discos anteriores a Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band llegó a vender tanto como Palito Ortega o Leo Dan. En el mundo de lo popular, “con popularidad” –aclaración necesaria ya que “música popular” fue designando, a lo largo del siglo XX, nociones cada vez más complejas y crecientemente alejadas de la circulación popular–, y si se toma como posible comienzo el año 1968 –cuando Almendra grabó “Tema de Pototo”–, ninguna canción en inglés podía competir en ventas con sus pares en castellano. Y los mexicanos Los Teen Tops, que traducían éxitos ingleses o estadounidenses, o Sandro, o Johnny Tedesco y Nicky Jones, dos de los héroes de El Club del Clan –la invención de la RCA Victor que había comenzado en 1962 y se prolongó hasta 1968 con el nombre Bienvenido sábado–, reinaban en un universo en que eran todavía muy pocos los que habían oído hablar de The Kinks, The Spencer Davis Group e incluso The Who. Si bien tanto Litto Nebbia como Javier Martínez hicieron hincapié, en numerosas entrevistas, en que el hecho de que compusieran sus propios temas resultaba en una diferencia esencial entre ellos y sus antecesores, la idea del rock nacional quedó centrada, en las mitologías, casi exclusivamente en el idioma en el que las canciones eran cantadas y no en sus posibles particularidades estéticas. Y esto bien puede relacionarse con el predominio en el consumo argentino de músicas cantadas en castellano. De hecho, las empresas discográficas dividían su catálogo en “anglo” y “latino”. Si se tratara de genealogías, habría que considerar no solo al rock n’ roll cantado en castellano –y, obviamente, al “Rebelde” compuesto y grabado por Los Beatniks en 1966– y, por supuesto, a Los Shakers, uruguayos que cantaban en inglés pero que fueron los primeros en configurar un pop rioplatense con rasgos propios y distintivos, sino al debut como autora de Eladia Blázquez. Conocida por sus tangos y por haber sido parte de una cierta renovación del género a fines de los 60, junto con Susana Rinaldi, Osvaldo Piro, Héctor Negro y, desde ya, los aportes de Piazzolla junto con Ferrer, en esos mismos años, sus orígenes habían sido muy diferentes. Su primera grabación de temas propios, en 1958, había sido un blues llamado “Humo y alcohol” registrado por la RCA Victor. Es posible que ese antecedente no fuera demasiado conocido en ese momento pero resulta ejemplar de la vocación de adaptar géneros extranjeros –y modernos– al castellano. Y si alguien duda de la raigambre bluesera de Blázquez, sólo tiene que escuchar su propia versión de “Sueño de barrilete”, incluida en su primer LP, Buenos Aires y yo, de 1970.
UN MAÑANA
El acorde inicial de “La mendiga” –y antes, en realidad, los cuatro golpes de la batería– dan una idea. Y la acentuación en los tiempos débiles, tan del jazz, y esa frase únicamente imaginable para alguien crecido a la vera del tango (“Ahora, más te miro y más me asombra/ la mañana que no asoma por tus horas/ que no pasan y no vuelven/ y no hay nadie que te espere alguna vez…/ y la mañana que no asoma/ y que asoma sin cesar…”). El tema abre Un mañana, el decimoquinto y último disco de estudio de Luis Alberto Spinetta, grabado en 2008. El título del disco remitía, obviamente, al futuro. Dos de las canciones allí incluidas, “Mi elemento” y “Tu vuelo al fin”, dieron comienzo a la despedida de las Bandas Eternas, a fin del año siguiente. Pero también la tapa, un notable diseño de Alejandro Ros, lo hacía. Se trata de un paralelogramo no rectángulo, pero también una especie de flecha. Hay una dirección y el personaje de tinta que escala la reafirma. Pero esa dirección tiene un sentido doble. En el anverso se ve, en efecto, el dibujo de unos pliegues que remedan una escalera y, en la foto del folleto, Luis Alberto Spinetta señala con su brazo izquierdo y su dedo índice extendido. Quien marca el futuro es alguien cuya primera canción publicada tenía, en ese momento, cuarenta años–“Tema de Pototo”, registrada en los Estudios TNT el 20 de agosto de 1968–, y el extraño paralelogramo señalaba, también, de manera inevitable, a la gran pieza irregular de la música argentina –e irregular en todos los sentidos posibles–: Artaud.
Aquel álbum de 1973, anunciado con el nombre de Pescado Rabioso –que allí no tocaba–, aparecía bajo la advocación del nombre de uno de los grandes poetas del siglo XX, cuyos textos tampoco aparecían. A diferencia del Dedicado a Antonio Machado, poeta o el Miguel Hernández de Joan Manuel Serrat, publicados en 1969 y 1972, respectivamente, aquí la palabra de Artaud ocupaba el lugar de lo no dicho. De lo que desde afuera, desde una cierta aura, informaba el contenido de un disco que, como casi toda la obra de Spinetta, rendía pleitesía a una única línea rectora fijada de antemano: no seguir ninguna línea rectora fijada de antemano. Ese disco de Spinetta se parecía a muchos otros de su carrera, sencillamente, en que no se parecía a nada. Y, desde ya, en el despliegue de un vasto sistema de referencias que nunca dejó de alimentar su universo estético. Un mañana, el disco que quedó señalando un mañana imposible de entender, ya sin Spinetta creando nuevas canciones, tiene un aire más a Bajo Belgrano que a sus producciones inmediatamente anteriores; hay allí esa mezcla entre melodías de clara raigambre pop –la segunda sección de “La mendiga”, “Mi elemento”, “Tu vuelo al fin”–, esas texturas espesas a las que no les cabe otra denominación que spinettianas y una rítmica que se acerca más al jazz que al rock. Y sucedía algo que bien podía ser leído como declaración de principios: el tema que daba título al disco es instrumental. En todo caso, ninguno de los elementos por separado alcanza para caracterizar la totalidad.
Y algo más. Todavía sigue siendo central en la música llamada popular el papel jugado por la interpretación. Una canción de Schubert sonará distinta cantada por Dietrich Fischer-Dieskau o por Matthias Goerne, pero será siempre la misma obra. Está, de alguna manera, completa antes de ser interpretada. Las canciones de Spinetta, en cambio, sólo lo son, por lo menos en su forma más acabada, cuando él las canta –y es, desde ya, un cantante excepcional–, cuando aparecen esos solos de guitarra (como los de “Un mañana” o la fantástica “Despierta en la brisa”) donde una firma resultaría redundante, y cuando esos grupos meticulosamente elegidos –podían ser Machi y Pomo, o Cardone, Nicotra y Verdinelli, o el Mono Fontana, o Javier Malosetti, o Emilio del Guercio, Rodolfo García y Edelmiro Molinari–, más allá de su mayor o menor virtuosismo individual, siempre lograron encarnar el “sonido Spinetta”.
Y EL DURAZNO PARTIDO YA SANGRANDO ESTÁ BAJO EL AGUA
“Inventar es maravilloso… Cuando no hay catálogo, cuando uno desvirga una materia, todo se inventa y al no haber con qué comparar lo que hacemos, eso es el máximo hasta que venga otro y le saque otro juguito. La materia, en esa primera vez, da todo de sí.” Spinetta hablaba, en 2001, ante los alumnos del Centro de Estudios Avanzados en Música Contemporánea, una de las grandes aventuras de la pedagogía musical argentina. En esa ocasión, definió la creación como una “colisión entre uno y los materiales” y, también, como “un milagro”. Y hablando de la música afirmó, al filo de la iluminación, que era “la decoración sublime del evento de nacer. La representación más similar al milagro que nos mantiene estupefactos durante la existencia”.
Las palabras más usadas por Spinetta en sus canciones han sido “luz” o “mirada”. O, qué duda cabe, “ojos”, a la que le dedicó un disco que, en rigor, habla todo el tiempo del cuerpo de la mujer amada. Y uno de sus sellos –y de mucho del rock argentino a partir de él– fue la utilización de palabras inusualmente largas (“desenvolverás”, por ejemplo, en la canción “Abrázame inocentemente”). Palabras que obligan a usar varios acentos o, directamente, a desplazarlos. En una tradición que, en el español, se remonta a Juan de Mena y a Francisco de Quevedo y, más cerca, a Rubén Darío, Spinetta (y, casi al mismo tiempo que surgía Almendra, Juan Gelman, en Fábulas) forzaba la prosodia. O, mejor, la “colisionaba”. Usa, por otra parte, sonidos más que palabras. “La cereza del zar impulsada por él” no parece ser otra cosa, para Spinetta, que el Turquestán al que se refería Raúl González Tuñón (quisiera ir allí “porque es una bonita palabra”). Y Spinetta, hablando, inventaba también otras palabras (otros sonidos) porque los que existían no le alcanzaban. “Metronomismo”, “vaciofobia”, decía, tratando de que sus dichos se parecieran a lo que había dentro de su cabeza. Y, además, como en tantas canciones, Spinetta era capaz de unir la visión metafísica con el banderín de River, el “rayo que no cesa” –para citar a Miguel Hernández–, la apelación barrial y el gesto irónico que habría que imaginar, siempre, con una sonrisa ladeada a lo Gardel.
“Lo único que importa, creo, es que una música tenga swing y que no haya mezquindad. No me importa mucho en qué formato venga. Puede ser cuando escucho a Bill Evans, o al bebote Malosetti, o a Grace Cosceri cantando en vivo. Ahí me emociono siempre”, contaba. En esa charla abierta, con cuya publicación se enojó abiertamente, habló de cosas que nunca hablaba. Por ejemplo, de los límites que le imponía su cuerpo –Spinetta tenía en ese momento 51 años–: “Acá (y se tocaba la cabeza) echaron a mucha gente. Hay muchos menos para hacer el trabajo que antes hacían un montón. A veces la monada se tilda. La neurona chasqui va a caballo gritando (y ponía tonada de gaucho): ‘Eh, dice Don Luis que te duele’. Es todo así, uno trata de romperse pero el cuerpo ya no da como antes. Yo tengo una especie de ciclo metabólico al tocar. Yo toco y la excitación que me queda, sin necesidad de que me ponga ninguna boludez encima, me dura como dos días. Después de shows importantes me quedo con un período de irrealidad. La entrega mía es inmensa; haya salido bien o mal, haya puteado porque me salió como el tujes o todo lo contrario, el costo físico es terrible. Recién al tercer día empiezo a descansar como corresponde. Tal vez la solución sea irse de gira y reventar. Pero, ¿quién te la organiza? ¿La NASA? Si hoy por hoy no se puede organizar ni un cumpleaños. El problema es el ego. El artista tiene que tener deseos de exponerse. Yo ahora estoy hablando muy cómodamente, pero si tuviera que cantar una canción, me arrugo. Yo ahora estoy en una etapa mucho más interior en donde no necesito responder a esos requerimientos de mi ego. Qué músico no sintió alguna vez que tenía algo buenísimo y que quería mostrarlo y que mataba. Uno hasta puede poner su número de teléfono en la viola a ver si lo llama alguna mina. Es todo un juego de seducción al que hay que estar dispuesto. Pero si uno está en un plan de ahorro, porque el ego es como el riesgo país y, por ahí, baja, entonces no se produce el escenario. Esa es otra parte de la música y, a veces, no está”.
Se sabe. No sólo sus bandas son eternas. El arte es para el aire, decía Spinetta: “No puedo evaluar lo que hago con el aplausómetro. Me importa un belín. La pregunta es: si un pintor que sabe que es bueno sabe también que no va a poder mostrar sus cuadros, ¿los pintaría? Más bien. Le chupa un huevo. Un novelista, un poeta que es capaz de escribir versos, ¿qué necesita? Nada; va a Pippo, se pide un fresco y batata, se sienta y en el mantel, nomás, escribe las palabras. ¿Tecnología? Nada ¿Costo? Cero. Si uno hace música y sabe que suena bien, no importa si otro cree que no es tan buena. ¿Qué? ¿La voy a parar y no la voy a componer? No. Me importa un pito. Es el aire para quien yo la estoy haciendo y es el aire el que me va a devolver lo que yo quiera sembrar allí. ¿Acaso una novela se aplaude? Se lee en soledad. El arte es un trabajo individual y suena dentro del recinto en el que se lo trabaja. De ahí a que se crea que es una necesidad que otro lo escuche hay un largo espacio. Y, por otro lado, cuando la música es buena, cura. Cura. Sólo eso. Entonces, ahí sí hay que difundirla. No hablo de mí, por supuesto. Yo no sé qué curo. Más bien a alguno le debo desvirular el bocho, por los tonos que uso, ¿no? La música es algo que va más allá de si uno da recitales o no. Hay que librarse de todo eso y quedarse con la naturaleza del sonido, como para ver bien a qué jugamos con este lenguaje tan maravilloso. Y a mí, que me siento un pequeño músico, frente a músicas que son el cielo, me encanta poder difundir algunas ideas que creo que son válidas. Me encanta poder hablar de lo sagrado que tiene el sonido. De esa arcilla con la que, si se tiene la visión del cielo, se puede elaborar el cielo”.
Él, que fue el mejor en una especie que lo tuvo como único ejemplar, que leyó lo que circulaba en la cultura del modernismo porteño de fines de los 60 y lo tradujo a un lenguaje tan propio como inconfundible, que cantó con una expresividad y una cantidad de matices –tal vez heredada de su padre y del tango– inédita en la canción ligada a la tradición del rock y que definió una clase de letrística que hablaba de lo que ningún otro podía hablar, y que lo hacía como ningún otro podía hacerlo, fue también el mejor compositor “social”, con “Maribel se durmió” o “Resumen porteño” o “La montaña”, fue el autor de una de las mejores baladas pop de todos los tiempos, “Seguir viviendo sin tu amor”. Y fue capaz de hablar de sí mismo y del futuro, aunque no lo supiera. Es imposible no pensar su recital con las Bandas Eternas como su adiós, aunque él todavía no sabía de su enfermedad. Y es imposible no entender, en su metáfora acerca del durazno y de su alma y de la necesaria –e inevitable– destrucción del cuerpo, la autobiografía escrita desde un mañana: el durazno cayó del árbol (demasiado) temprano. “Quien canta es tu carozo, pues tu cuerpo, al fin, tiene un alma/ y si tu ser estalla, será un corazón el que sangre/ y la canción que escuchas tu cuerpo abrirá con el alba/ …el carozo cantó partiendo al durazno que al río cayó/ y el durazno partido ya sangrando está, bajo el agua.”
Diego Fischerman
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