Una serie de imágenes se articulan y dan cuenta una escalada represiva que, necesariamente, conlleva la invención de enemigos internos y la impunidad de las fuerzas de seguridad. foto En la foto vemos a dos policías que impiden la entrada de los cuarenta despedidos con que decidió cerrar el año el Ministerio de Medio Ambiente. El gordo de adelante revisa la lista, para que no pasen quienes fueron despedidos. A su derecha, asoma la cabeza otro cana que sonríe mirando a la cámara, en una clara actitud de goce sobrador por la situación. Se siente empoderado, se sabe impune, se ubica del otro lado de la vereda donde están siendo reprimidos y vejados los de su misma clase social. Esa cara es la imagen perfecta del Estado policial.
Daniel Cecchini
Mucha tropa riendo en las calles / con sus muecas rotas cromadas / y por las carreteras valladas / escuchás caer tus lágrimas.Nuestro amo juega al esclavo. Los Redondos
La década de los 60 estaba por terminar y el gobierno del dictador cursillista Juan Carlos Onganía agonizaba, herido de muerte por el Cordobazo y por sus propios compañeros de armas. "¿Saben por qué están acá encerrados, sin poder ver a sus familias? ¿Saben? Por esos hijos de puta de los estudiantes, por eso están acá", arengaba el oficial de caballería de la Policía Bonaerense. Los cosacos, como se los llamaba, llevaban tres días sin salida y masticaban rabia esperando que les dieran rienda suelta. Y cuando los soltaron salieron a dar, palo y palo desde arriba de sus monturas, a esos hijos de puta que tenían la culpa de su encierro. Estaban habilitados por sus jefes, estaban potenciados por su odio. Los estudiantes, esos revoltosos, eran el enemigo. Y, se sabe, al enemigo ni justicia.
El cronista elige esa postal como punto de partida porque está anclada en su memoria. Y por la escalada represiva que se desarrolló a partir de ahí durante toda la dictadura autodenominada Revolución Argentina y, tras el breve interregno de la primavera camporista, durante los gobiernos de Lastiri, Perón e Isabel hasta desembocar en el plan sistemático de aniquilamiento de la disidencia perpetrado por la dictadura. La espiral puede describirse así: Estado policial, terrorismo de Estado y, luego del 24 de marzo de 1976, Estado terrorista.
Las postales sangrientas de estos últimos dos años deberían ser una señal de alerta para la sociedad. Gases y balas de goma para los obreros de Cresta Roja, balas de plomo de la Gendarmería para los pibes murgueros de la villa, son las dos primeras fotos de la estrategia represiva que le resulta indispensable al Estado macrista para instaurar su proyecto de desigualdad. De ahí en más, su ruta.
"¡Tiren, tiren, tirenlés a estos indios de mierda!", se escuchó gritar entre los escopetazos de la Gendarmería durante la violenta irrupción ilegal de la Gendarmería en la Pu Lof de Cushamen del 1° de agosto del año pasado, cuando desapareció –para aparecer muerto casi tres meses después -, Santiago Maldonado. "Yo no voy a hacer la injusticia de querer tirar a un gendarme por la ventana", protegió la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, a los autores materiales. Y agregó: "Necesito a esa institución para todo lo que estamos haciendo, para la tarea de fondo que está haciendo este gobierno". Más claro, echale agua.
Rafael Nahuel fue asesinado de un balazo por la espalda el 25 de noviembre por fuerzas de la Prefectura que irrumpieron a balazo limpio en los terrenos ocupados por los mapuches en Villa Mascardi. Pocos días antes, en otra incursión represiva, se llevaron mujeres y chicos, a los que pudo verse precintados como si se tratara de peligrosos delincuentes. Las pericias demostraron que la muerte de Rafael Nahuel fue causada por un proyectil 9 milímetros utilizado por la Prefectura. "Nosotros no necesitamos probar lo que hace una fuerza de seguridad en al marco de una tarea emanada de una orden judicial, damos por cierta la versión que brindó la Prefectura", dijo entonces Bullrich. Toda una señal.
La represión de las marchas contra la reforma previsional frente al Congreso brindaron nuevas postales sobre la impunidad con que actúan las fuerzas de seguridad. Mostraron, primero, a gendarmes disparando balas de goma directamente al cuerpo de los manifestantes, violando el protocolo de disparar al piso para evitar heridas graves. Días después, a policías motorizados pasando su moto por sobre el cuerpo de una persona caída. Las balas de goma hicieron estragos: por lo menos tres personas perdieron la visión de un ojo a causa de los impactos directos.
El año empezó con las fotos, tremendas, de los rostros sangrantes de los pibes wichí del Barrio Cincuenta Viviendas atacados con balas de goma por la policía formoseña. “Indio sucio, mataco”, gritaron los canas antes de empezar a tirar. Un odio exacerbado que sube la apuesta de los gritos a las balas. Al momento de escribir estas líneas, el gobierno de Gildo Insfrán no dijo una palabra sobre los pibes heridos en una acción violenta que es un eslabón más en la cadena de criminalización de los indígenas que es desde política de Estado en Formosa. Otra vez la impunidad.
Las prisiones domiciliarias de los represores se multiplican y son otras imágenes a tener en cuenta para componer el cuadro. No se trata solamente de decisiones judiciales a contramano de la historia, sino que son también señales claras para el presente y el futuro. Si el genocida Etchecolatz puede terminar tranquilamente sus días en un chalet de Mar del Plata, todo vale. El mensaje es claro: si el Estado decide actuar a sangre y fuego, sus instrumentos no lo van a pagar.
Todo esto en el marco de la construcción de un enemigo interno que lo justifique y que cada vez parece más numeroso: lo componen los indígenas que reclaman por sus tierras –la ficción berreta del informe sobre la RAM es antológica -, los desocupados que hacen piquetes, los manifestantes contra cualquier injusticia, los que hacen la V o levantan el puño, los despedidos que no pueden siquiera entrar a retirar sus cosas de sus lugares de trabajo porque la policía se los impide.
Por eso es necesario agregar una imagen más a esta secuencia. Se trata de la foto de dos policías que impiden la entrada de los cuarenta despedidos con que decidió cerrar el año el Ministerio de Medio Ambiente. El gordo de adelante revisa la lista, para que no pasen. A su derecha, asoma la cabeza otro cana que sonríe mirando a la cámara, en una clara actitud de goce sobrador por la situación.
Se siente empoderado, se sabe impune, se ubica del otro lado de la vereda donde están siendo reprimidos y vejados los de su misma clase social.
Esa cara es la imagen perfecta del Estado policial.
Daniel Cecchini
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