Publicado el 2/5/23 en www.theobjective.com
Desde hace algunas semanas, el debate público alrededor del ChatGPT y la Inteligencia Artificial (IA) ha ofrecido desde posturas apologistas que anuncian la llegada del mundo poshumano donde todo límite será desafiado, hasta aquellos que, como el intelectual de moda, Yuval Noah Harari, consideran que la humanidad tiene pocas chances de sobrevivir. En el medio están quienes focalizan en los desafíos sociales que la IA plantea, por ejemplo, en torno al mundo laboral; o las personalidades que han indicado a través de una carta la necesidad de, al menos, retrasar un semestre los avances, no sabemos bien para qué.
El tiempo dirá quién estaba en lo cierto, pero uno de los aspectos en los que no se ha focalizado demasiado es en la reflexión filosófica acerca de la IA, en tanto una de sus posibles utilidades es la de avanzar, quizás de manera decisiva, hacia un mundo en el que sea completamente indistinguible la verdad de la falsedad. De hecho, el gran disparador de la discusión fue la fotografía que circuló hace algunas semanas, y que todos hemos visto, en la que el Papa Francisco aparece con una chaqueta blanca digna de un rapero del Bronx. No había técnicamente posibilidad alguna de determinar que se trataba de una foto trucada. Solo lo inverosímil de un Papa vestido así nos permitía sospechar. Con todo, si bien este debate se universalizó a partir de la masividad del ChatGPT, lo cierto es que ya veníamos siendo advertidos de lo que este tipo de tecnologías puede hacer. Así, por ejemplo, se han viralizado parodias en las que se pone en boca de políticos cosas que no han dicho; o se manipula material pornográfico reemplazando el rostro de las actrices originales por actrices famosas, con todo el daño que eso supone para la damnificada. Si con algo de atención todavía es posible detectar estos trucos, es de imaginar que en breve ya no podamos hacerlo.
Pero si pretendemos ser más precisos, cabe decir que este debate acerca de una de las posibilidades que brinda la IA, se da en el marco de la proliferación de fake news, desinformación y teorías de la conspiración, esto es, todos elementos que muestran que lo que consideramos “la Verdad” y “la Realidad” ya venía atravesando una de sus más profundas crisis.
Sin ir más lejos, el filósofo Byung-Chul Han advierte en su libro Infocracia, que una de las características de este tiempo es que la información circula completamente desconectada de la realidad, lo cual hace que, al mismo tiempo, desaparezca el mundo común y con él la posibilidad de una sociedad democrática. Efectivamente, si nuestros enunciados ya no refieren a una realidad común, la idea misma de lo público se desvanece y ya no hay debate ni interacción significativa posible. Los diálogos serían así solo aparentes pues cada uno de los interlocutores referiría al mundo propio o, en el mejor de los casos, al mundo de su tribu.
Byung-Chul Han agrega que ni siquiera se trata de un mundo de mentirosos porque los mentirosos, en cada mentira, suponen la existencia de una verdad. Él pone el ejemplo de Trump quien no diría la verdad, pero tampoco mentiría simplemente porque los hechos le resultan indiferentes.
El psicoanalista argentino y asesor de PODEMOS, Jorge Alemán, va en esa misma línea cuando en su libro Ideología indica: “(…) Lo propio del capitalismo no es solo generar falsedades sino también abolir en cada sujeto la experiencia de la verdad, al ser difundidas informaciones y datos, supuestamente transparentes, de manera proliferante, para que los sujetos naturalicen la manipulación (…) La función de esos agentes de la derecha extrema es que la verdad desaparezca”.
Sin embargo, claro está, habría que indicar que no se trata simplemente de acciones de “la derecha”. De hecho, es la nueva izquierda heredera de la Escuela de Frankfurt la que, interpretando libremente algunas particulares concepciones del lenguaje, ha impulsado cambios culturales y políticas públicas basándose en que no existe algo así como la “Verdad”, y que lo que entendemos por tal es una construcción social impuesta por el poder económico, el imperialismo, el hombre blanco, el heteropatriarcado, etc.
Si la realidad es una construcción, deducen, no hay nada allá afuera para objetivamente poder determinar si los enunciados son o no verdaderos. Sin embargo, claro está, estas nuevas corrientes no abandonan el concepto de “Verdad” sino que lo trasladan al ámbito subjetivo para escándalo incluso de la izquierda clásica.
Hay quienes afirman que quien mejor lo ha definido es el humorista Stephen Colbert allá por 2005, a través de un concepto intraducible al castellano, truthiness, esto es, la idea de que algo es verdadero porque así lo creemos.
Así, hay dos opciones: o bien la verdad deviene una solidaridad tribal, en el sentido de que es verdad lo que cree el de mi grupo porque lo que lo hace verdad no es la realidad, sino el hecho de que es creído por el de mi grupo; o bien la verdad deviene estrictamente individual y se afirma que es verdad porque así lo creo yo y porque mi autopercepción es incuestionable y debe ser aceptada por todos.
Para finalizar, entonces, no es menor la existencia de una tecnología que, en uno de sus múltiples usos, pueda dificultar la distinción entre la verdadero y lo falso. Sin embargo, lo más preocupante es el clima cultural que brinda las condiciones de posibilidad para que esa tecnología surja. En otras palabras, la destrucción de una realidad objetiva había comenzado mucho antes y el hecho de que hoy se nos invite a abrazar el relativismo donde hay tantas verdades y realidades como tribus o individuos, es una simple demostración de ello. En este escenario, cualquier comentario está de más cuando contamos con el famoso pasaje de Herejes de Chesterton, quien ya en 1905 afirmaba: “La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado. Todo se convertirá en credo. (…) Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano”. Dante Augusto Palma
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