Un muy buen periodista español, a menudo destinado al foco más caliente de este planeta que ya de por sí arde, publicaba hace unos días un artículo con el título de “No todos los partidarios de Bolsonaro son fascistas”. En él explica que la mayoría defiende una identidad y un sistema productivo que ven amenazados y opina que el bolsonarismo no es una ideología. Es triste y muy peligroso que un siglo después del nacimiento del fascismo aún no sepamos reconocerlo. Algo así como si no supiéramos diagnosticar qué enfermedad es esa que genera tumores, deja a los pacientes en los huesos y finalmente los mata. Fue tal su barbarie en el siglo pasado que, en este inicio de los años 20 del siglo XXI aún no hay dirigentes políticos relevantes que se declaren públicamente fascistas, pero “por sus hechos los conocerás”.
Por Antonio Cabrera de León
No debe parecernos innecesario o superfluo recordar estas cosas porque hay incluso supuestos expertos académicos en fascismo que creen que sólo la fuerza política que se dota de cuerpos paramilitares uniformados puede ser identificada como tal. Algo así como que sólo quien lleva sotana y las manos con las palmas hacia el cielo es católico.
¿Eran nazis todos los votantes de Hitler o sólo los camisas pardas? Recordemos que si cacarea, pone huevos y tiene pollos, eso es una gallina. Por tanto la cuestión no es si los 17 millones de alemanes que en el año 33 apoyaron al nazismo se sentían nazis, o quienes apoyaban a Franco se sentían fascistas. De la misma manera que hoy no es si quienes votan a Trump, Abascal, Le Pen, Bolsonaro, o Meloni, se consideran fascistas. Quien apoye opciones autoritarias no es un demócrata.
El fascismo y otros movimientos autoritarios no deben ser diagnosticados por lo que digan defender sus partidarios, sino por lo que practican: negar resultados electorales, asaltar las instituciones democráticas, usar sistemáticamente el insulto, la mentira y la violencia contra las opciones políticas que no les gustan, pedir al ejército que se implique en golpes de Estado.
No es lo que digan de sí mismos sino lo que practican. Decir, dirán que no sabían que había campos de exterminio ni fusilados en la cuneta, pero lo sabían, delataron, callaron y se beneficiaron. Esa "identidad y sistema productivo" que describe el periodista en su artículo es hoy en Brasil matar indígenas para robarles las tierras, acabar con la Amazonía, y devolver los negros a la esclavitud. Este es el fascismo y si logra derribar la democracia no será para remozarla sino para implantar una dictadura. Tengámoslo claro: empieza en el insulto y acaba en el asesinato masivo de millones de personas.
Applebaum, conservadora y demócrata, denunció en “El ocaso de la democracia” el autoritarismo creciente de las élites conservadoras internacionales entre las que ha vivido durante años. Se adelantó, por muy poco, al golpe de Estado de Trump. Ahora hemos tenido el de Bolsonaro. Mañana más.
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