Una novela del compositor Héctor Berlioz (Francia, 1803-1869)imagina una ciudad futura habitada sólo por músicos. Sonora y feliz es la vida en Eufonía, la ciudad de la música surgida de la romántica imaginación de Berlioz, con razón más conocido por su profusa producción musical que por la faz narrativa y ensayística. La acción en la utópica metrópoli transcurre en el año 2334, es decir cinco siglos después de su publicación como novela breve en que el autor de la "Sinfonía Fantástica" la diera a conocer en forma de folletín. Como ocurre en la acción programática que caracteriza su obra musical, la literaria apunta también a expresar contenidos morales e ideológicos en el marco de una historia romántica, plagada de pasiones, entredichos, desengaños y colofones no siempre felices. En esta oportunidad, el relato ostenta un ritmo de fastuosidad operística que combina fragmentos teatrales con género epistolar y relatos en tercera persona. La acción arranca con un ministro de Eufonía tomando un baño en el lago Etna, otrora un volcán, durante un descanso en la busca de voces para el coro oficial. Relata a otro funcionario las dificultades para hallar intérpretes de la categoría exigida, comparable a los obstáculos para conquistar el corazón y la anatomía de una célebre cantante danesa. La acción transcurre pletórica de intenso fervor y dramatismo hasta un desenlace a toda orquesta, mechado con un maquinismo desopilante.
Por Jorge Pinedo
El autor, Héctor Berlioz. |
Allí donde descienden las laderas de la cordillera del Harz para convertirse en valle, en el centro de Alemania, emerge una pequeña ciudad de doce mil habitantes en cuyo centro se eleva una alta torre que, desde la distancia, los viajeros confunden con un templo. Nada más lejano: se trata de un órgano de tubos accionado a vapor cuya sonoridad alcanza más de cuatro leguas de distancia. Su función es reemplazar los tradicionales campanarios que marcan las horas, los momentos del almuerzo y la cena, las reuniones en cada barrio, pequeños eventos y grandes ceremonias. El majestuoso instrumento fue diseñado y construido a mediados del siglo XIX por el mismísimo Adolphe Sax, inventor asimismo del saxofón, quien le adosó un curioso “telégrafo auditivo” cuyo código entienden solo los ciudadanos locales y se diferencia tanto de la telefonía inventada “por un tal Sudre”, como de la telegrafía convencional.
Uno de los atractivos principales de la pequeña ciudad es el anfiteatro, mezcla de diseño griego y romano a fin de optimizar la acústica, con capacidad para veinte mil espectadores de un lado y diez mil ejecutantes del otro. Los pobladores de todas las edades se dedican con exclusividad a cantar, tocar instrumentos y, quienes no, consagran su tiempo a fabricar insumos musicales, investigar la acústica y la física de los sonidos. No extraña entonces que cada voz y cada instrumento designen las callas de la orgullosa urbe. Semejante dedicación fuerza a que rija un gobierno militar que guarda un orden despótico que excede sus fronteras: el omnímodo Ministro de Bellas Artes es quien se responsabiliza de seleccionar, según “el nivel de inteligencia y de cultura” entre los pobladores de toda Alemania, los veinte mil privilegiados habilitados para asistir a las galas musicales que constituyen el centro de la actividad.
Pues la razón de ser de los pobladores no otra que el arte en general y la música muy en especial. Los niños son “educados desde muy temprana edad en todas las combinaciones rítmicas. En pocos años son capaces de emplear sin dificultad la división fragmentaria de los tiempos del compás, formas sincopadas, mezclas de ritmos irreconciliables, etcétera. Luego les llega el momento de estudiar solfeo, paralelamente al instrumento, y un poco más tarde se dedican a estudiar canto y armonía. Al momento de la pubertad, hora del florecimiento, cuando la vida y las pasiones comienzan a sentirse, se busca desarrollar en ellos un ponderado sentimiento de expresión y, por consecuencia, la belleza de estilo”. La formación incorpora, hacia el final, “conciertos de mala música”, destinados a escuchar “las monstruosidades que se admiraron durante siglos en toda Europa”, de modo de poder “darse cuenta de los defectos que hay que evitar con el mayor cuidado”. Globos aerostáticos devoran el espacio, cruzando el Atlántico en apenas cuarenta horas, lo que mantiene comunicada la ciudad con el resto del orbe.
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