Por Laura Carolina Durán - Lic. en Psicología. Lic. en Filosofía. Doctotanda en Filosofía.
IFC, FFyL, UBA.
Las metamorfosis.
Tal como sostiene Borges, las sirenas cambian con el tiempo. Primero fueron mujeres-ave. En el arcaico Egipto eran habituales, en contextos funerarios, las representaciones del Ba o alma del difunto, figura humana-ave.
El mito de Ulises inspiró la iconografía durante siglos: las sirenas se representaban como mujeres-pájaro o como mujeres-pez. No estaban deseosos de ellas ni héroes ni mortales. Su atractivo ‒no visual aún‒ se unía al espanto. Armadas con su misterioso canto, se las figuró desde tiempos muy tempranos con instrumentos musicales.
El Physiologus[1] de Berna, realizado en Champaña hacia el 830, atestigua la metamorfosis: la sirena representada bajo la forma de mujer-pez, es, al tiempo, descrita como mujer-pájaro, de modo que el texto sigue la tradición antigua, mientras que la miniatura propone una nueva morfología propiamente medieval (Leclercq, 1997, 261).
Sin embargo, el más antiguo testimonio de su nueva morfología se encuentra en el Liber Monstrorum de diverses generibus (1995, 262-263),[2] una colección de historias de animales, no moralizada, confeccionada en torno al año 700. Agreguemos que, ya en período románico, se advierte una nueva variación: las sirenas de dos colas.
El paso de la sirena-pájaro a la sirena-pez se vincula, según Leclercq (1997, 261), a la confusión existente entre sirenas y antiguas deidades germano-célticas de las aguas: la voz “sirena” designaba a estas últimas y viceversa. Otros autores supeditan esta transformación a la influencia de figuras femeninas marítimas: las tritonisas y Escila[3]. Hasta esta transfiguración de naturaleza a una vez formal y simbólica, cohabitaron largas épocas ambos prototipos.
Con el tiempo, se impondrá la sirena-pez,[4] enlazada a la sexualización de la idea de sirena (Leclercq, 1997, 264). Los bestiarios, con sus claras connotaciones morales, reducen su canto y sus encantos a elementos de su perfidia.[5]
Imágenes de sirenas. Vayamos tras su canto.
Encuentros con sirenas.
La historia de Ulises es el primer registro escrito sobre el encuentro con sirenas. Es Circe quien advierte:
En primer lugar, llegarás cerca de las sirenas, las que hechizan a todos los hombres que se les aproximan. A quienquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha la voz de las sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo su mujer ni sus hijos, contentos de su regreso a casa. Allá las sirenas lo hechizan con su canto fascinante, situadas en una pradera. Alrededor de ellas amarillea un gran montón de huesos y renegridos y podridos pellejos humanos. ¡Por allá cruza a toda prisa! En las orejas de tus compañeros pon tapones de cera melosa, para que ninguno de ellos las oiga. En cuanto a ti mismo, si es que quieres escucharlas, que te sujeten a bordo de tu rauda nave de pies y manos, atándote fuerte al mástil y que te dejen bien tensas las amarras, para que puedas oír para tu placer la voz de las dos sirenas (1987, XII, 50-53).
Y Ulises luego relata lo sucedido:
Con semejantes palabras informé de todo a mis camaradas, mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las dos sirenas. Un viento propicio las impulsaba. De pronto allí amainó el aire y sobrevino una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas. Los compañeros se levantaron y replegaron las velas del navío, y las recogieron dentro de la cóncava nave y, manejando los remos, sentados uno tras otro, golpeaban el mar con las pulidas palas. A mi vez yo rebané una gruesa tajada de cera y la fui modelando en pequeños trozos con mis robustas manos. Pronto se iba caldeando la cera, ya que obligaba también la fuerte presión de los rayos de Helios, el soberano hiperiónida. A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé los oídos con la masa. Y ellos me ataron a su vez de pies y manos, erguido, al mástil, y reforzaron las amarras de éste. Y sentados a los remos se pusieron a batir el mar espumoso con sus palas. Pero cuando ya distábamos tanto como alcanza un grito, en nuestro presuroso avance, a ellas no les pasó inadvertido que nuestra rauda nave se acercaba, y emitieron su sonoro canto:
ʻ¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los aqueos! ¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás paso de largo por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto de nuestras bocas. Al contrario, siempre el viajero, deleitándose, navega luego más sabio. Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya penaron argivos y troyanos por voluntad de los dioses. Sabemos cuánto acontece en la tierra prolífica.
Así decían desplegando su bella voz. Mi corazón ansiaba escucharlas (1987, XII, 166-190).
Las híbridas cantoras intentan atrapar con su meloso canto a viajeros incautos. De ahí que el nombre σειρήνες significara en su origen “las que ensogan y ligan” (“las que arrastran” interpreta Boccaccio (1986, 447).[6] El paradojal Ulises, para defenderse de esas ataduras, se ata con otras sogas.[7]
La versión homérica relata lo que nadie más contó: la promesa de las sirenas. Suetonio recuerda la pregunta de Tiberio: Quid sirenes cantare sint solitae? (1992, 70. 3).[8] Cicerón piensa:
A mí me parece que Homero quiso dar a entender algo de esto en aquella ficción del canto de las sirenas. Pues no parece que fuera con la dulzura de su voz, ni con la novedad y variedad de sus cantos con lo que solían atraer a quienes navegaban cerca de ellas, sino porque declaraban saber muchas cosas, de suerte que los hombres quedaban atrapados en sus rocas por la pasión por aprender (1987, V, 18, 49).
Las sirenas son hijas de las musas,[9] pero no son musas: no inspiran a otros, solo ejecutan su propia canción para el deleite del viajero. Placer y saber van unidos en su oferta. La mención del placer está presente en las palabras de Circe (“si quieres escuchar deleitándote ‒τερπόμενος‒ la voz de las dos sirenas” (XII, 52)) y en las de las propias sirenas (“quien nos escucha, ese se va tras deleitarse ‒τερψάμενος‒ y siendo más sabio” (XII, 188)).[10] El vínculo mujer-placer-mal ha sido destacado históricamente.[11] Sin embargo, sigamos la promesa. Stanford precisa que la naturaleza de la tentación de las sirenas se basa en la información ‒ninguna propuesta amorosa‒: “las sirenas garantizaban un universal servicio de noticias a sus clientes, una atracción casi irresistible para el griego clásico” (2013, 77). Por eso Ovidio las llama doctae Sirenes.[12] Alcibíades, en Banquete 216a, compara la atracción de las palabras de Sócrates con las sirenas: “Por la fuerza, pues, me alejo huyendo con los oídos tapados, como si de las sirenas se tratase, para no envejecer aquí sentado a su lado”.[13]
El de Ulises es el primer relato, pero la segunda experiencia. Jasón y los argonautas se encontraron con las sirenas antes aún. También lograron evadirlas, pero con otro truco:
Un firme viento impulsaba la nave. De pronto avizoraron la bella isla Antemoesa, donde las sirenas de voz clara, hijas de Aqueloo, asaltaban con el hechizo de sus dulces cantos a cualquiera que por allí se aproxime. Las dio a luz, de su amoroso encuentro con Aqueloo, la hermosa Terpsícore, una de las musas, y en otros tiempos, cantando en coro, festejaban a la gloriosa hija de Démeter, cuando aún era doncella. Pero ahora eran en su figura semejantes en una mitad a los pájaros y en parte a muchachas, y siempre estaban en acecho desde su atalaya de buen anclaje. ¡Cuán a menudo arrebataron a muchos el dulce regreso al hogar, llevándolos a perecer devorados! Sin reparos también para ellos dejaron fluir de sus bocas el melodioso canto. A punto estuvieron de lanzar entonces las amarras de su nave sobre aquellas riberas, de no ser por el hijo de Eagro, el tracio Orfeo. Tomó él en sus manos su lira Bistonia, e hizo resonar el rápido ritmo de una melodía de marcha ligera, para que los oídos que escucharan se estremecieran al son de sus cuerdas. Y la lira se impuso sobre la voz de las doncellas. A un tiempo el céfiro y una ola resonante que impulsó la popa los apartaron y las sirenas lanzaron ya lejos su voz imperceptible. Pero aun así hubo uno de los héroes, el noble hijo de Teleonte, Butes, que, enardecido en su ánimo por la voz de las sirenas, solo entre sus compañeros saltó presuroso de su pulido banco al mar, y nadaba entre las olas purpúreas para alcanzar la orilla. ¡Desdichado! ¡Qué pronto ellas le habrían arrebatado el regreso! Pero se compadeció de él la soberana del monte Erice, la diosa Cipria, y cuando aún estaba entre los torbellinos del mar, lo recogió y lo salvó, llevándolo benévola a habitar el monte Lilibeo (Argonáuticas, IV, 890-919).
Apolonio aporta más información: una genealogía, una descripción. Y una lucha entre dos músicas.[14] Orfeo, el músico, también padre del alfabeto, principio organizativo de la cultura, no quiso escuchar aquella música. Butes, como antes o después Ulises, sí: en ambos, el corazón arde por escuchar. P. Quignard traduce por “canto animal” lo que Apolonio llama voz acrítica (ἄκριον αὐδήν), voz aguda, femenina.
Las únicas sirenas de las que sabemos qué cantaban son las que escuchó Ulises; sus palabras entonaban una promesa. Las de las Argonáuticas cantan, pero no sabemos qué; tal vez para recordar que el lenguaje del canto precedió al lenguaje de las lenguas. Su lazo es la voz. Dos músicas en Apolonio. La una es de perdición: la que arrebata el retorno, la que lleva al “olvido de sí” (según palabras de Boccaccio (1986, 447)). La otra, salvífica, exclusivamente humana: ordenada y ordenante, ella ordena el regreso. ¿Qué sería de los Argonautas sin la lira de Orfeo? ¿Quién marcaría el compás de los remeros? (Durand, 1992, 501). Una música contrarrestó a otra música.
¿La música de las sirenas toca algo más que la audición en el cuerpo del oyente?
Otras sirenas.
C. Mársico insiste en que Platón era un pensador atípico. Las sirenas de Platón así lo demuestran. Recordemos su aparición en el mito de Er, relato del viaje de ultratumba de su alma al otro mundo. Al describir los círculos celestes que giran sobre sí mismos en el complicado engranaje de la bóveda celeste, dice Er:
El huso mismo giraba en la falda de la Necesidad, y encima de cada uno de los círculos iba una Sirena que daba también vueltas y lanzaba una voz siempre del mismo tono; y de todas las voces, que eran ocho, se formaba un acorde. Había otras tres mujeres sentadas en círculo, cada una en un trono y a distancias iguales; eran las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y con ínfulas en la cabeza: Láquesis, Cloto y Atropo. Cantaban al son de las Sirenas: Láquesis, las cosas pasadas; Cloto, las presentes, y Atropo, las futuras (República, 2006, 617 b-c).
Una vez más las sirenas cantan, sólo cantan. Junto a las parcas, recuerdan su vínculo con las almas de los muertos. Eurípides, en una estrofa del coro de Helena, las llama παρθηνικοι κοραι, “jóvenes doncellas”.[15] Así han sido consideradas: las que guardaban el paso hacia las puertas de la muerte. Plutarco comenta:
Me parece que Platón, al igual que llama husos y ruecas a los ejes, y torteras a las estrellas, también aquí, en contra del uso, llama a las Musas Sirenas, porque exponen y comunican las verdades divinas del Hades, de igual forma que el Odiseo de Sófocles dice: ‘...llegué hasta las Sirenas, hijas de Forco las que entonan las dos los cantos del Hades’ (Sófocles, Fr. 861).[16]
Proclo clasifica las sirenas platónicas en tres.[17] Las sirenas que escuchó Er, las terceras en ser escuchadas, están en las esferas celestes, son las hacedoras de la música de las esferas. Música, sólo música: música celestial que ordena el funcionamiento del cosmos. Como la música de las esferas que, inaudible para los simples mortales, fue escuchada por sólo tres seres excepcionales, así las sirenas han sido escuchadas por tres: Ulises, Butes y Er. El rasgo fundamental de estas doncellas es su naturaleza musical, cantora.[18] ¿Por qué esta música no se deja escuchar? Esa armonía celestial inaudible, ese canto de las sirenas del que todos intentaron escapar, ¿está en el lugar de lo inalcanzable a la experiencia humana? Un algo otro de nosotros. Otro registro, que rebasa el propio de las imágenes de las mujeres-pájaro o las mujeres-pez, y el del discurso que alguna vez prometieron.[19]
En el relato de M. Tournier sobre la creación del mundo, Dios advierte:
Pueden comer de los frutos de todos estos árboles y adquirir todos los conocimientos. Mas cuídense de comer frutos del árbol de la música, porque, conociendo las notas, dejarán también de escuchar la gran sinfonía celeste, y créanme, nada más triste que el silencio eterno de los espacios infinitos (1989, 251).[20]
La serpiente tienta: comer el fruto les permitirá crear una música semejante. Comen. Un silencio fúnebre cae sobre el mundo, y la música de las esferas se convierte en un silencio inmutable. Dice Tournier: “Así termino el Paraíso terrestre. Así comenzó la historia de la música” (1989, 252). Formamos parte también de lo que hemos perdido.
Quignard, en su sugerente Butes, enuncia un breve capítulo: “Timógenes escribió: De todas las actividades letradas la música es la más antigua, sólo el movimiento de la luna la precede” (2011, 53).
Platón, pensador atípico, intérprete de conocimientos previos, nos deja frente a aquello que siendo, nos excede, en tanto nuestra limitada naturaleza mortal no nos deja acercarnos. Y sin embargo ahí está.
Laura Carolina Durán - Artículo publicado en Revista Symploké,
Actas V Jornadas de Estudiantes de Filosofía, UNSAM, 2017, pp. 63-68.
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[1] El Physiologus es un breve tratado popularizado posteriormente por los bestiarios bajomedievales. En una sucesión de apartados, de número variable según las versiones, expone, partiendo de una cita introductoria del Antiguo Testamento, aspectos de la “actividad natural” de una serie de animales, piedras o plantas, ya reales ya imaginarios, acompañados por una alegorización didáctico-moral cristiana. Cada capítulo suele finalizar con una sentencia bíblica del Nuevo Testamento ‒cerrando así virtualmente el tránsito de la Vieja a la Nueva Ley‒, que alude a la bestia en cuestión, si bien generalmente apunta al significado espiritual del relato. La disposición de los capítulos parece aleatoria, como si de una sucesión de exempla autónomos se tratase. La cita inicial del capítulo “Sirenas” pertenece a Isaías, quien las menciona en la Babilonia caída: “Que las sirenas construyan su morada, que los demonios brinquen; que den a luz los puercoespines” (13, 21-22).
[2] Las sirenas son doncellas marinas, que seducen a los navegantes con su espléndida figura y con la dulzura de su canto. Desde la cabeza hasta el ombligo, tienen cuerpo femenino, y son idénticas al género humano; pero tienen las colas escamosas de los peces, con las que siempre se mueven en las profundidades.
[3] Algo así sucede en El golfo de las sirenas, de Calderón de la Barca, donde quienes toman el lugar de seductoras sirenas son Escila y Caribdis, cada una apuntando a uno de los sentidos, vista y audición.
[4] Es muy probable que esta supremacía esté ligada al apéndice caudal que portan, el cual refuerza las connotaciones sexuales ligadas a este cuerpo híbrido y es interpretado probablemente como prolongación fálica.
[5] Dice Isidoro de Sevilla en sus Etimologías: A las sirenas, que eran tres, se las imagina con un cuerpo mitad de doncella, mitad de pájaro, dotadas de alas y de uñas; una de ellas cantaba con su voz, otra con una flauta, y la tercera con la lira; con su canto atraían a los navegantes fascinados, que eran arrastrados al naufragio. Pero lo cierto es que fueron unas meretrices que llevaban a la ruina a quienes pasaban, y éstos se veían después en la necesidad de simular que habían naufragado. Se dice que tenían alas y uñas porque el amor vuela y causa heridas; y vivían en las olas, precisamente porque las olas crearon a Venus (2004, XI-3, 30-31).
[6] También se postula una etimología no griega, sino semítica, que significaría “hijas del Canto” o “cantos de fascinación” (Bérard, 1971, 380-381). Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana, deriva el término sirena de la voz hebrea syr, que vale por cantus (Emblema I, 94). Sirena significaría, por lo tanto, “cantora”.
[7] Son Euríloco y Perímedes quienes liberan de esta atadura a Ulises; ellos desatan (anelysan) al héroe de Ítaca, referencia prolífica para el psicoanálisis.
[8] ¿Qué solían cantar las sirenas?
[9] No hay acuerdo en la genealogía de las sirenas. Diversas madres se les atribuyen: Apolodoro y Eustacio afirman que son hijas de Melpómee; Terpsícore dice Apolonio de Rodas; Servio anota que es Calíope. Su padre es Aqueloo; en esto se diferencia Plutarco que las hace hijas de Forco.
[10] Ateneo de Náucrates comenta sagazmente en su Banquete de los eruditos, I, 14, que las sirenas le cantaban a cada uno lo que especialmente les atraía. Y Jenofonte hace una referencia similar (Memorables II, 6, 11). Privitera insiste en que este canto promete a Ulises sus propias glorias: enfrentándolo a su propia historia, lo coloca delante de un espejo (2005, 183). También Vernant enfatiza que las sirenas celebran al Ulises inmortalizado por la Ilíada, héroe cuya gloria repetida de rapsoda en rapsoda permanece imperecedera: Ulises es tentado con palabras de gloria perpetua (1989, 144-145). El discurso de las sirenas es astutamente halagador, y alude a la fama del héroe tras la muerte, como si de un eidolon se tratara, siendo también, en este sentido, nigromantes.
[11] Los Padres de la Iglesia celebraron la resistencia de Ulises. Clemente de Alejandría comparó al héroe atado en el mástil a Cristo clavado en la cruz. Ya en tiempos de Platón, Ulises es el hombre “razonable” por excelencia, el que sabe siempre reprimir las agitaciones del thymos (Fedón, 94 d). Los primeros apologistas interpretaron el encuentro con las sirenas como un ejemplo de valor, prudencia y sabiduría para resistir a la tentación sexual y lujuriosa, en tanto éstas encarnaban, según los Padres, la tentación erótica.
[12] Metamorphoses, (1892, V, v. 555).
[13] La comparación de la atracción de un orador con la de las sirenas es un motivo común. Simónides habría sido el primero en utilizarlo: “Pisístrato… sirena… caballo marcado con un hacha [¿o una golondrina?]”, Fr. 71, PMG 607; luego ha sido empleado para referirse a Demóstenes, Eurípides, Aristón de Quíos y Menandro. Flavio Filóstrato, en sus Vidas de Sofistas, dice: La sirena que está sentada sobre la tumba de Isócrates, el sofista, colocada en actitud de cantar, simboliza el poder de persuasión de este hombre, facultad que unía al empleo de normas y usos retóricos (1999, I, 503). La presencia de una sirena sobre un sarcófago no es novedosa; parece que se dispuso una sobre la tumba de Sófocles para hacer referencia al encantamiento que producía su poesía.
[14] Recordemos otra lucha entre otras dos músicas. Relata Pausanias: Coronea tiene digno de mención en el ágora un altar de Hermes Epimelio y otro de los vientos. Un poco más abajo hay un santuario de Hera y una imagen antigua, obra del tebano Pitodoro, que lleva sirenas en su mano, pues dicen que las hijas de Aqueloo fueron convencidas por Hera para competir en el canto con las Musas; y dicen que, cuando las Musas vencieron, arrancaron las alas de las sirenas y se hicieron coronas con ellas (1994, IX, 34, 3).
[15] Fragmento en el que se basa Nicole Loraux para incluirlas en las figuras del más allá, identificándolas con las cantoras de las islas de los Bienaventurados de la República.
[16] Platón también presenta una versión de las sirenas en el Hades, en Crátilo 403e-404b.
[17] Hay tres clases de sirenas: las celestiales de Zeus, las que actúan en este mundo, de Poseidón, y las subterráneas, que son las de Plutón. Es común a las tres clases contribuir a la armonía de lo corpóreo, mientras que las musas garantizan sobre todo la armonía intelectual (In Rep. 2. 238-239.14).
[18] Lo cual probablemente sea razón de su primera figuración como mujeres-pájaro. K. Meyer Baer sospecha que la utilización de Platón de sirenas, en tanto figuras aladas, evidencia la influencia de creencias orientales. Ellas eran las únicas figuras aladas, que por su facultad para el canto, encarnaron la música (1970, 18).
[19] Maurice Blanchot (1959, 9) escribió sobre la naturaleza del canto de las sirenas como algo extraño a este mundo: la promesa de una comunicación con la Alteridad. Siempre, a través de sus cantos imperfectos –que no son más que un canto por venir– conducen al navegante hacia ese espacio en donde el cantar comienza verdaderamente.
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