Un buen día se terminaron esas tardes de sol blanco de invierno, con el olor rancio del manual Estrada para alumnos de primaria mezclándose con el del café con leche y las tostadas con manteca y dulce de la merienda materna. Las filas de la escuela habían sido derechitas, incluso tomábamos distancia haciendo un remedo del saludo nazi con el compañerito de adelante, en claustros donde nadie osaba decir que los próceres también iban al baño. Pero aunque esa calma relativa de los primeros años ’60 tuvo como telón de fondo a militares con vocación mesiánica como cortapisa de breves y débiles gobiernos democráticos, la sangre –la verdadera sangre- aún no había corrido. El mundo adolescente era ancho y fantasioso, el monopolio de la Playstation todavía una mera posibilidad de ciencia-ficción, y si bien los dictámenes de los mayores solían cumplirse más o menos a pie juntillas, el espacio de un joven todavía podía acomodar el reaseguro de los guisos de madre y los postres de abuela con una sabia, intuitiva desconfianza de ese maestro que siempre tenía la razón, aún cuando no la tuviera. Cuando llegó el rock, con la tribu de La Cueva, con Almendra, con Sui Generis, no lo vivimos como algo de afuera. Ese rebelde que no quería ser esclavo de una tradición, esa balsa que quería naufragar, ese hielo que había que derretir, ese viento de los vivos que nos despertó eran, en esencia, la misma cosa: el ruido de rotas cadenas que consagraba el himno nacional aplicado ya no a la letra muerta de la retórica politiquera, sino a nuestras vidas contantes y sonantes. No queríamos ser adultitos, ni repetir como loros el catecismo rancio de padres, maestros y presidentes castrenses de mirada adusta y bigote tupido acerca del ser nacional y el futuro de grandeza que nos aguardaba si sabíamos ocupar nuestro lugar en la sociedad sin hacer olas.
En septiembre de 2006 La Mano hizo un número especial dedicado a la carrera de Charly García, con sus diferentes etapas y agrupaciones. Yo elegí recordar a Serú Girán y su tiempo. Esta fue la nota.
Por Alfredo Rosso
Queríamos una vida. Así de sencillo. Fuimos primeros en ver que los diplomas, en definitiva, son de cartón y los días de sol hermosos pero finitos y que este momento es diferente a todos los anteriores; este momento es ahora y no vuelve nunca más. Ese instinto tácito de carpe diem fue el que nos empezó a congregar en los recitales primerizos del centro, en el Festival Pinap y en el Velódromo del B.A.Rock.
A nuestro alrededor, sin embargo, se estaba formando una tormenta. Un azote que despreciaba el valor primigenio del cual nacen todas las nociones: la vida. El mensaje era claro: “vas a vivir como yo quiero, con mis valores y mis jerarquías, o te voy a matar.” En la época de la triple A, en los primeros días del Proceso, los personajes de las canciones ya no sueltan frases asertivas, del tipo “tengo que conseguir mucha madera”, “cada día somos más”, “bronca con los dos dedos en v”. Ahora son reyes impotentes ante conjuras palaciegas asesinas, bardos que se preguntan para quién cantan si los humildes nunca los entienden, o jóvenes que, al amparo de la noche, cubren su cara y su pelo para escapar de algún lío en el que seguramente no participaron, pero que alguna fuerza nefasta omnisciente no tardará en endilgarles.
Por otra parte, conmueve la miopía de quienes -con el resultado puesto, además- le toman examen al rock nacional de tiempos del Proceso, sugiriendo que el movimiento, en su conjunto, no adoptó una posición más radicalizada frente al atropello militar. Lo que estos críticos (muchos de ellos aún de pantalones cortos cuando estos acontecimientos sucedían) olvidan es que entre 1976 y 1983, el mero hecho de estar involucrado en un quehacer artístico o literario ya era de por sí una forma real de resistencia frente al oscurantismo de Videla y sus sucesores, frente a la férrea censura que lo cubría todo pero, por sobre todas las cosas, para intentar superar el miedo, el desánimo y su última consecuencia, la parálisis existencial.
Serú Girán aparece en la escena nacional en donde la risa, el gesto espontáneo, la visión ambigua de la realidad y el libre debate de ideas habían sido suprimidos de cuajo. Todavía faltaban varios años para que se supieran los detalles más truculentos de desaparecidos y chupaderos, pero flotaba en el aire la sensación de un país sitiado por su propio ejército de ocupación. La peor represión, sin embargo, es la que uno va internalizando sin darse cuenta. En aquel entonces, que un músico se moviera demasiado sobre un escenario lo hacía acreedor, casi invariablemente, a las burlas y la denostación de su público. “¡Cirquero! ¡Quedate quieto y tocá!” es una frase que no le resultaba extraña de escuchar al Charly García de entonces. Pero pocas veces la mala vibra de una audiencia se convirtió a tal punto en protagonista estelar de un evento como en el llamado Festival para la Genética Humana que tuvo lugar en el Luna Park en 1978 y que marcó el debut de Serú Girán en nuestro medio. La intolerancia ya había boicoteado el set de grupos como Horizonte –que quiso amalgamar rock y folklore dos décadas antes de que se volviese cool- y de los brasileños Casa Das Maquinas, quienes regresaron a su tierra con una colección de aquellas pesadas pilas medianas que cargaban los grabadores de entonces. Después de quién sabe cuánto tiempo le tocó el turno de tomar el escenario a García, Lebón, Aznar y Moro, recién llegados de Buzios, donde habían puesto los toques finales de su primer disco.
El shock de la banda no pudo ser mayor: aunque Brasil estaba también bajo un régimen militar, el clima era bastante más descontracturado que la olla a presión argentina de entonces. Serú llegaba con una dirección musical centrada en canciones de buenas melodías, letras sensibles y armonías vocales cuidadosamente trabajadas, mientras que buena parte de la audiencia todavía soñaba con el blitzkrieg sinfónico de La Máquina de Hacer Pájaros.
El grupo tuvo su parte de responsabilidad en la debacle, también. El set fue corto y distante y el tema elegido para concluir, “Autos, jets, aviones, barcos” debe haber sonado como una afrenta ante quienes, justamente, no tenían la posibilidad de elegir esa vía rápida para salir de la pesadilla que compartían por aquel entonces veinticinco millones de conciudadanos. “Por el Ecuador, el trópico, el sol saluda a nuevos vagabundos / es que en tierra nadie queda / la verdad es que se está yendo todo el mundo…” Sonaba duro, sonaba cruel, pero era lo que estaba sucediendo, no sólo en Argentina y Brasil, sino también en el Chile de Pinochet y el Uruguay de Bordaberry, donde la imaginación popular graficó el éxodo masivo con una frase que luego tuvo copiones fronteras afuera: “Borda… el último que salga que apague la luz de Carrasco…”
El enamoramiento del público argentino con Serú Girán fue lento a la vez que progresivo. Pronto tuvieron un primer álbum sobre la mesa, inaugurando las operaciones del sello Sazam, un disco donde los estímulos cruzados eran difíciles de asimilar, ya desde el tema que lo iniciaba, “Eiti Leda”, un rebautizo y rearreglo del “Nena”, creado en los días de Sui Generis. Matizado con los arreglos orquestales de Daniel Goldberg, el piano de Charly, la guitarra funky de David y el omnipresente bajo de Pedro se repartían los pasillos instrumentales de una historia de amor en una ciudad que se ha vuelto ajena, entre autopistas con infinitos carteles que no dicen nada, donde el protagonista imagina con melancólico anhelo “el día que desfilen los cuerpos que han sido salvados…” Similar intimación de Paraíso Perdido ensaya David Lebón –ya sin ambigüedades- en “El mendigo en el andén”, un menesteroso enamorado cuyo habitat es un pueblo fantasma “donde nunca pasa el tren”. Si esta imagen resulta coherente con la de un país espectral en el que se había interrumpido el libre tránsito de las ideas, es comprensible que algunos sólo busquen la evasión de la noche frívola, como la protagonista de “Seminare”, a la que Lebón le advierte, con un delicioso tono a mitad de camino entre la resignación y el despecho: “esas motos que van a mil / sólo el viento te harán sentir / nada más…”
Es interesante, también, ver cómo Serú Girán se ve a sí mismo, a través de dos temas de los que rara vez se ocupan los comentarios de la prensa ni las antologías. La melancolía del brevísimo “Separata” y el rock and roll falsamente fiestero de “Voy a mil” hablan en esencia de lo mismo: del nuevo status profesional adquirido por nuestros músicos, el cual no los libra de las obvias trampas de su entorno, desde las presiones y expectativas de su público, hasta un productor que les paga en “especies” que los tienen siempre a mil, como el conejito de la propaganda de pilas.
Pantalones largos
Serú Girán rompe el limbo de su útero gestor brasileño cuando decide remontar las críticas iniciales negativas a pura música. Una seguidilla de shows de dientes apretados y aplastante técnica se suceden en la temporada 1978-79 en el Teatro Astros primero y en Auditorio Buenos Aires después. Para todo el que quiera escuchar, ya es obvio que no hay un solo grupo en Buenos Aires que suene con la justeza instrumental, la riqueza de voces y los sofisticados arreglos que exhibe el cuarteto. Faltaba no obstante, el testimonio discográfico que los ubicase en una liga diferente. Que uniese la maestría musical a un mensaje urticante. Eso fue La Grasa de las Capitales.
Difícil concebir un epitafio más rotundo a la concepción de mundo de los dorados ’60 que esa estrofa inaugural del disco con los músicos cantando a capella: “¿Qué importan ya tus ideales? / ¿Qué importa tu canción? / La grasa de las capitales cubre tu corazón…” Después, sobre la hecatombe de un rock encabritado, Charly trazaba un minucioso destripado de una sociedad caída, más que desgracia, en… grasa. Bajo la monocromática Pax Videla florecían las revistas semanales como la que emula la tapa del disco, asegurándole a un público goloso e indiferente que éramos “derechos y humanos”. Sus páginas también destacaban la nueva aristocracia de las modelos fashion, íconos de la próxima década bulímico/gimnástico/merquera. Las radios empezaban a transar con las grabadoras a tanto la pasada y a hablar en términos de “formato” y la televisión esculpía el modelo de los Campanelli como metáfora de la familia tipo argentina: ruidosos, atropellados y bastante boludos pero, eso sí, ¡qué tiernos!
En el libro de George Orwell 1984 el protagonista Winston Smith –cuyo espíritu cuestionador y disidente es la raíz de su eventual condena- se pregunta cómo puede ser que el modelo de ciudadano ideal que fomenta el Gran Hermano propugne cuerpos esbeltos dignos de Adonis, cuando la realidad de la calle muestra físicos enjutos y esqueletos más típicos de escarabajos que de seres humanos. De un modo análogo debemos comparar las postales con el sello de aprobación oficial que mostraban multitudes sonrientes y blanquicelestes, asoleándose con el blasón del reciente campeonato mundial conquistado, en franco contraste con la oscuridad interior que describe Serú Girán en “Noche de perros”, canción que expresa como ninguna la tétrica sensación de sentirte un extraño en tu propia tierra: “…vas perdido entre las calles que solías andar / vas herido como un pájaro en el mar…”
El atractivo de la frivolidad es su falta de forma. Como un disfraz de baile, como un condón, la frivolidad se pone y se descarta, pero no deja huellas perceptibles. Es un maquillaje ideal para superar trances donde no hay un destino cierto o un norte existencial al que apostar a largo plazo. Serú Girán apostrofaba a gusto sobre la frivolidad musical en “Frecuencia modulada” y hasta blandía un dedo acusador -al que podíamos tachar de misógino- en la deconstrucción del personaje femenino que hace Charly en “Perro andaluz”, pero no se puede aminorar de ninguna forma el golpe letal de “Viernes 3 A. M.”. Como un epitafio anticipado en dieciséis años a la auto-inmolación de Kurt Cobain, Charly trazaba minuciosamente la breve carrera de un idealista que fue mudando de piel hasta cambiar tiempo, amor, música, ideas, sexo y dios, hasta quedar arrinconado por sus propios límites y su propia frustración. Encerrado ante la única salida, final y desesperada, con un corolario de “hojas muertas que caen…” Los que no pueden más, se van. Lacónico y lapidario. Pero fueron también muchos los que pudieron y se quedaron. Para disfrutar del “déme dos” del veranito soleado de clase media argentina que inauguró el ministro José Martínez de Hoz. No tendré utopías pero tengo televisión color.
Saliendo de la melancolía
Bicicleta trae un cambio de táctica. Cuando sale en 1980 Serú Girán es masivo, como atestiguaría su presentación multitudinaria en Obras Sanitarias, con lujosa escenografía de Renata Schussheim. El cambio de táctica comienza por una música más suelta y espaciosa y unas letras que ya no ponen tanto en énfasis en la primera persona y se atreven a ser mordaces contando historias. Viñetas como la de los viejos tangueros que inevitablemente salían por la pantalla chica en Grandes Valores del Tango y que –en aquellos tiempos era políticamente correcto- denostaban al rock –una competencia cada vez más molesta- cada vez que tenían un micrófono a mano. “A los jóvenes de ayer”, una diatriba propia de un escorpiano rencoroso, los ponía en su lugar, enrostrándoles su anacronismo y su falta de audacia artística. Pero Charly, cebado, no era mucho más generoso cuando se sentía él mismo el blanco de la crítica generacional. El tiempo le daría la razón, pero en aquel entonces “Mientras miro las nuevas olas” sonaba auto indulgente cuando no lisa y llanamente soberbio al manifestar “mientras miro las nuevas olas / yo ya soy parte del mar…”
Un Charly García enfocado y comprometido encontró el camino hacia la denuncia más clara y a la vez literariamente elegante de los crímenes de la dictadura merced a una metáfora lewiscarrolliana. No era algo nuevo dentro del rock. Grace Slick se había valido ya de las correrías surrealistas de Alicia en el País de las Maravillas para evocar un viaje de LSD en “White rabbit”, de Jefferson Airplane, pero nadie había echado mano todavía al escritor inglés decimonónico para elaborar una parábola tan exacta y aterradora sobre los asesinatos, la desinformación y la sistemática negación de los desaparecidos que campeaba oronda por los despachos oficiales del Proceso. “…No cuentes lo que has visto en los jardines no tendrás poder / ni abogados / ni testigos…un río de cabezas aplastadas por el mismo pie / juegan cricket bajo la luna / estamos en la tierra de nadie, pero es mía / los inocentes son los culpables dice su Señoría, el rey de espadas…”
Es interesante ver cómo Serú Girán no se agota en su faceta testimonial pero al mismo tiempo jamás la sacrifica ni la oculta. La excelencia musical de Bicicleta, por otra parte, parece algo que les sale naturalmente a los cuatro músicos. Los remolinos piazzollianos al principio de “A los jóvenes de ayer”, las armonías a tres voces, los diálogos instrumentales… todas las pistas sugieren un meticuloso trabajo de composición y de arreglos pero, a despecho de la complejidad alcanzada en estudio, no hay nada que Charly, David, Pedro y Moro no puedan repetir con igual aparente simpleza sobre el escenario. El ’80 es el año del encuentro triunfal con el Jade de Luis Alberto Spinetta en Obras Sanitarias –en principio, para desmentir un brulote pueril acerca de una supuesta enemistad entre los dos popes máximos de nuestro rock- y también de un muy digno pasaje de Serú por el Maracanazinho de Rio de Janeiro en ocasión del Festival internacional de Jazz celebrado allí. Serú toca con su habitual aplomo pero la hora -3 de la tarde- no es la mejor y el repertorio algo “down” para la efervescencia carioca. También sirve para hacer buenas migas con los músicos del Norte, que por aquel entonces parecía estar mucho más lejos. Charly conoce a Jaco Pastorius (por entonces en Weather Report) y Aznar a Pat Metheny, un músico que sería importante para sus pasos futuros.
Toda banda gana en estatura cuando en ella hay dos polos de poder y en Serú Girán la figura de David Lebón siempre fue el contrapeso justo para la exhuberancia de García. El pathos en la voz de Lebón ya le había brindado una dimensión diferente a temas como “El mendigo en el andén” o “Noche de perros”. En Bicicleta, David surge en un nuevo plano de conciencia existencial dentro de la banda. En medio del vértigo de un grupo que pasaba por momento de mayor popularidad y empezaba a disfrutar de las prebendas acordes a su status, Lebón acuña temas como “Cuanto tiempo más llevará”, donde propone un cable a tierra frente a los mareos que acechan en las alturas de ese particular Olimpo: “…ilusiones, letras de cristal, simulando que sabés adonde estás… y con el tiempo, la magia de estar aquí / vas suponiendo que sabés adónde debés ir / cuando ignorancia corre por tu cuerpo hoy…” En el mismo disco está el homenaje a su hija Nayla, a la que estuvo a punto de perder en un horrible accidente doméstico, y “Encuentro con el diablo”, a dúo con García, un tragicómico relato del intento del Proceso de ganarse la confianza de los jóvenes mediante una convocatoria a sus ídolos rockeros: “…Nunca pensé encontrarme con el jefe / en su oficina de tan mal humor / pidiéndome que diga lo que pienso / qué pienso yo de nuestra situación…”
Esa búsqueda existencial de Lebón daría el tono de dos de las mejores canciones del siguiente disco de Serú Girán, Peperina. Una de ellas, “Parado en el medio de la vida”, con un título que lo dice todo, David la escribe solito. La otra, “Esperando nacer”, con Charly. Ambas son emblemáticas de un disco que se plantea un renacimiento, como si Serú Girán se negase –años antes de la inmortal frase del Indio Solari- a que se consumara un último secuestro, el de nuestro estado de ánimo. El mensaje tácito del disco es que llegó la hora de soltar lastre. El lastre de las ilusiones hipponas (“Peperina”) pero también el de la ilusión del hiper-consumo acuñado al sol del veranito del dólar barato que había ventilado Martínez de Hoz (“José Mercado”). El lastre mayor, sin embargo, parece ser la melancolía. El peor alineamiento astral se produce cuando la realidad claustrofóbica de afuera se mezcla con la cerrazón de adentro y Charly, en “Salir de la melancolía”, echa mano a una de las mejores melodías de Peperina para hablarle a un manipulador amoroso con el tono cariñoso que se le reserva a un amigo : “…Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer / es un paso grande en la ruta de crecer.” Charly siempre parece tener un poco de romanticismo y realismo mágico en sus alforjas y aquí esto aflora en dos canciones de especial belleza: “En la vereda del sol” y “Cinema verité”, que nos remite a otra de sus típicas viñetas hollywoodenses, esta vez con un set armado en alguna playa exclusiva del Cono Sur.
La consecuencia lógica de esta nueva cruzada temática en pos de levantar el copete colectivo fueron dos temas nuevos que Serú Girán estrenó en sus recitales triunfales del Teatro Coliseo, en la Navidad de 1981 los cuales -junto a la seguidilla de shows de marzo del ’82, un mes antes de Malvinas- serían el canto del cisne para el cuarteto de García, Lebón, Aznar y Moro. No era difícil adherir a ese sentimiento de hartazgo de Serú para con la tristeza y la obsesión con el bajón, y rescatar, a través de Charly, esa bronca que ya empezaba a ganar las calles, esas ganas de tener una alegría que García tan bien expresaba en “No llores por mí, Argentina” y “Yo no quiero volverme tan loco”, que a cargo de Serú tiene el ritmo de rock maníaco que necesita su letra: “…voy buscando el placer de estar vivo / no me importa si soy un bandido / voy pateando basura en el callejón…”
Algunos se rasgaron las vestiduras con el final supuestamente abrupto de Serú en marzo del ’82, precipitado por la decisión de Pedro Aznar de viajar a Estados Unidos para unirse al grupo de Pat Metheny. (Diez años después hubo repechaje, pero la reunión no dejó efecto residual, más allá de los shows masivos de River y de un álbum de estudio, más interesante por su fuego disfuncional que por el escaso esfuerzo grupal implícito.)
Si observamos de cerca, no obstante, comprobaremos que Serú Girán se separó en el momento indicado, tras haberle brindado a nuestra música popular uno de los grandes repertorios de toda su historia. Charly García, David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro se despidieron después de haber descrito una parábola perfecta. Fueron un referente crucial de arte, de resistencia, de fe y hasta de alegría, en un período donde lo que estaba en juego era la supervivencia –en el sentido literal y espiritual- de toda una generación.
IMPRESIONANTE, gracias
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