Luciano Olivero tenía 16 años. Uno menos que Lucas González, el pibe al que tres policías asesinaron cuando regresaba de jugar al fútbol en el club Barracas Central a mitad de noviembre. Dos menos que Lautaro Rose que en Corrientes fue corrido hasta el río por varios policías y murió ahogado hace poco menos de un mes. Luciano vivía en Miramar, una tranquila ciudad marítima que no llega a los 30.000 habitantes. Volvía de jugar al fútbol, cuentan sus familiares y ya se hizo de madrugada cuando, a bordo de su moto, fue baleado en el tórax, cayó y dejó de respirar poco antes de que llegara la ambulancia. Murió sobre el asfalto por una bala policial bonaerense. El tiro –dijo el policía- se le "escapó". La violecia que contrasta con el más grande, el más alto, el más voluminoso índice de pobreza infantil en once años. 64,9 % de los niños y adolescentes de 0 a 17 años son pobres. Es la franja de edad más castigada por la necesidad y la carencia, son los más frágiles, los más vulnerables. Y los más vulnerados. En una tierra donde la pobreza es infancia , la adolescencia es muerta con armas diversas. Con el puño, con los pies, con la bala de la policía, con el hambre sistémico, con las sustancias que son vidrio para pulmones y anestesia para rebeldía.
Un pueblo de escasas dimensiones. El mismo en el que 20 años atrás un grupo de policías -Oscar Echenique, Ricardo Suárez y Ricardo El Mono Anselmini- torturaron, violaron, asesinaron y luego quemaron a Natalia Melmann. Una chica de 15 años.
Luciano ni siquiera había nacido entonces. Pero sabría del nombre de Natalia. Sabría de la perversidad de esa fuerza que llevó el nombre de su Miramar a los grandes diarios. Luciano –cuentan por estas horas sus afectos- jugaba al fútbol con pasión y era feliz con su Yamaha con la que sentía el sol pegando sobre su piel.
La impunidad estructural sigue arrancando la sangre de niños y jóvenes con una sistematicidad que, a 38 años de democracia, ronda una víctima cada 20 horas. Con la violencia del poder que en un instante arrebata más y más semillas de vida. Luciano tenía 16 años. Lucas tenía 17. Lautaro, 18.
Las policías siguen determinando penas de muerte en territorio para las adolescencias. Siguen aboliendo sueños y regando de sangre el pavimento de estos días. Con esa impunidad desafiante de cargarse a un niño de 16 años el día en que se celebra, en la formalidad de los papeles, la declaración universal de los derechos humanos.
Por Claudia Rafael
Un pueblo de escasas dimensiones. El mismo en el que 20 años atrás un grupo de policías -Oscar Echenique, Ricardo Suárez y Ricardo El Mono Anselmini- torturaron, violaron, asesinaron y luego quemaron a Natalia Melmann. Una chica de 15 años.
Luciano ni siquiera había nacido entonces. Pero sabría del nombre de Natalia. Sabría de la perversidad de esa fuerza que llevó el nombre de su Miramar a los grandes diarios. Luciano –cuentan por estas horas sus afectos- jugaba al fútbol con pasión y era feliz con su Yamaha con la que sentía el sol pegando sobre su piel.
La impunidad estructural sigue arrancando la sangre de niños y jóvenes con una sistematicidad que, a 38 años de democracia, ronda una víctima cada 20 horas. Con la violencia del poder que en un instante arrebata más y más semillas de vida. Luciano tenía 16 años. Lucas tenía 17. Lautaro, 18.
Las policías siguen determinando penas de muerte en territorio para las adolescencias. Siguen aboliendo sueños y regando de sangre el pavimento de estos días. Con esa impunidad desafiante de cargarse a un niño de 16 años el día en que se celebra, en la formalidad de los papeles, la declaración universal de los derechos humanos.
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