Entre las siluetas y formas, acompasadas por una música de ecos antiguos, los rostros se perdían, desdibujados por una masa de alegres movimientos. El baile de los cuerpos pisaba la tierra obstinadamente, y allí, en un vaivén de alegrías de carnaval, ante la algarabía y el festejo, me sumía en una constante contemplación de las geometrías trazadas por la danza. Ella, que escuchaba imperturbable el llanto de las quenas, -y que quizá, por motivos de azar no tan azaroso lea ahora estas líneas- desconocía del regocijo interno que me causaba su presencia, uno que retumbaba a la par del redoble de tambores y bandolines. No obstante, decidí que la tenacidad de mi mirada acortara los trechos remotos del silencio, que hablara por encima de mis torpes palabras y trastabilladas ideas.
Pero los finos hilos lumínicos que rasgaban el aire entre mis ojos y los suyos no bastaron. A pesar de la música que resonaba en cada centímetro del entorno, allí estaba yo, con un silencio sepulcral, anteponiendo motivos y miedos, vetustos pretextos que me libraran de iniciar la conversación. Repasé rápidamente por mi cabeza las Dulcineas e Isoldas de la historia, exacerbando mi deleite pasajero ante los amoríos hiperbólicos, sentimientos propios de la literatura. Afortunadamente, ante mí no acudió la retórica sagaz del Ingenioso hidalgo, pues de haber ocurrido, me habría convertido en un caldo de nervios, nostalgias y arcaísmos intratable.
Resignado ante la imposibilidad de derrumbar las brechas estructurales de la interacción entre nosotros, me abandoné al abrazo siempre caluroso de la amistad y al devaneo momentáneo de las carnes, fruto de la danza de algún capishca o un sanjuanito de antaño. Y así vagabundeé por dos horas, zigzagueando mi desazón por los laberintos musicales que pincelaban los paisajes andinos: desde el agua cristalina que chorrea la Cascada de Peguche hasta el Potosí plateado que lloran los charangos.
Fotografía del grupo Laboratorio Montaña Azul en el marco del Carnavalito de música andina y latinoamericana, tomada por Fabián Rendón.
Una vez que el Carnaval llegó al ocaso, a su pequeña muerte anual, ya sin horizontes sonoros ni instrumentaciones prismáticas que acarrearan los enjambres de personas a través del movimiento, conocí el amor. Salté las murallas impersonales que me apresaban hacia un diálogo caluroso, y allí me enamoré del poder de la palabra y su ejercicio comunitario. Es decir, en el trayecto en el que discurríamos por las calles como hormigas ante una luna henchida de par en par, me detuve frente el constante ataque silábico, desmenuzando ricamente los fonemas que salían de aquella voz; entonces, mi interés se desprendió de las formas, de la estética, encontrándome cara a cara con un ‘yo’ prístino, desnudo de prejuicios, y me vi reflejado en las pupilas que ella prestaba para mi propio encuentro. Podría creerme apresurado, estimada persona que me lee, por denotar este suceso como “amor”, pero por ahora, dejémonos de la visión tan tristemente escolástica del amor como un sentimiento de posesión y exclusividad forjado a lo largo del tiempo. Más bien el amor es un proceso de búsquedas y encuentros durante la praxis vital que implica existir, un camino hacia el reconocimiento propio a niveles íntimos y sociales, un discernimiento de las jerarquías del ego manifiestas en las relaciones humanas. Dice Zygmunt Bauman que “El amor es la supervivencia del yo a través de la alteridad del yo”, apelando a la autenticidad del individuo ante los entornos y ambientes que, naturalmente, tienden a incidir en nuestros procederes. Así, redescubriendo al amor desde un espectro reflexivo, pero también sintiente, puedo afirmar que amé a esa mujer y sus palabras de fuego así como amé el convite armonioso de los rondadores, en tanto ambos escenarios se prestaron para la plenitud y sinceridad del corazón.
Y si ella, a sabiendas que impactó en gran medida este texto, examina hasta este punto, quiero agradecerle el baluarte de sus palabras, con las que concatenó una libertad alegre de carnaval, así como invitarla a dialogar, sin mayor pretensión que intercambiar fuegos y avivar los duendecillos lorquianos que nos habitan. Al Carnavalito, le pido que siga con su misión de rescate y difusión de las músicas andinas y latinoamericanas, que arrinconadas por las siluetas mercantiles de la industria y el “progreso”, desaparecen a un ritmo frenético. Pero sobre todo, le pido que permita la congregación de las múltiples generaciones, ideologías y perspectivas que cada año se encuentran en torno a la ancestralidad, al goce e indudablemente, al hallazgo de sí mismas.
Tropa de Flautas de El Carmen de Viboral durante el Desfile Andino, en el marco del Carnavalito de música andina y latinoamericana, fotografía de Fabián Rendón.
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