A ese desvío que adoptó el capitalismo le molestaba que las personas tuvieran buena calidad de vida, y que tuvieran vejeces más dignas y lúcidas que generaciones anteriores. La vejez, en rigor, era una edad escasa hasta hace poco, y lo sigue siendo en sectores desprotegidos. La expectativa de vida durante siglos no había superado los 40 años, y ahora se multiplicaban los adultos mayores que seguían no sólo teniendo ganas de vivir, sino deseos. En la segunda mitad del siglo pasado, apareció ese tipo de población de tercera edad que hacía miniturismo entre ellos, iban a bailar al club de barrio o a la tanguería, las abuelas que se disculpaban con sus hijas trabajadoras porque no podían –y muchas no querían – criarles los nietos, porque seguían trabajando o aspiraban a disfrutar de su etapa pasiva para ponerse activas en otras dimensiones de sí mismas.
Cuando en los ’90 llegaron las AFJP, las fotos de bancos de imágenes nos mostraban a ese tipo de viejos y viejas que dirían que viejos son los trapos, porque ellos y ellas destilaban hiparactividad, proyectos, aventura: se los veía pasear de la mano, saludar desde el barco, pintar al óleo, hacer yoga, jugar al golf. Cuando el negocio era privado, los viejos y las viejas eran mercancías cuyas pensiones fueron la base de enormes fortunas. Aquí duró catorce años y fue una estafa, como en todas partes. Había sido pensado como tal: hicieron mucho dinero con los aportes que nunca devolvieron a esa generación de argentinos. Se reestatizaron los fondos previsionales –que dejaron de capitalizar en cuentas privadas, y dieron origen a políticas sociales –. Otros países también volvieron a la opción del régimen solidario.
Eso es lo que la preocupaba a Lagarde. Que la gente viva tanto significa que hay que pagarles las jubilaciones durante más años más que antes, porque la ciencia mejoró la calidad de vida de muchos adultos mayores. Aquella declaración de Lagarde, tan violenta, causó revulsión ¿Qué estaba diciendo esa mujer? ¿Qué los viejos deberían morirse antes? Decía eso. Hubo mucho rechazo a aquella confesión.
Y sin embargo, pocos años más tarde, nos encontramos en pandemia. Las características de este virus hacen que las personas mayores de 65 años constituyan un grupo de riesgo. Los jóvenes pueden morir, cualquiera puede morir de Covid, pero en las estadísticas de todos los días muchos anticuarentena han empezado a escuchar como una letanía que corre el atroz riesgo de convertirse en consuelo, que “bueno, pero mueren los mayores de 70”.
Todas las culturas ancestrales, desde las nativas latinoamericanas como las del norte del continente, las asiáticas y las africanas, han cultivado el amor y la protección a sus ancianos en un biosistema lógico: eran los que tenían la experiencia y la sabiduría, los que podían curar, predecir, aconsejar. La comunidad reverenciaba a los ancianos porque eran los que sabían lo que los jóvenes debían aprender para que el ciclo de la vida se regenerara. Incluso en las culturas fundantes de Occidente, en Grecia y Roma, la experiencia y la sabiduría eran los pilares sobre los que se apoyaban valores.
En Grecia, estaba bien visto que un joven cortejara a un hombre mayor si era sabio. Ese cortejo era admitido socialmente. El amor por el saber encarnaba en ese tipo de vínculos. En Roma, que tuvo dictadores, emperadores, cónsules y otros formatos políticos, lo más permanente y duradero fue el Senado: con excepciones, era el lugar de los ancianos de la elite.
Algo contra natura ha pasado en este último tiempo. Se diga lo que se diga, se ve lo que se ve. La
ciudad está llena de gente, especialmente joven, que no usa nasubuco, o
lo usa mal, que camina hombro con hombro, que se detiene a charlar con
otros en las plazas, que no cumple con las recomendaciones sanitarias
porque sus percepciones de la realidad están moldeadas por la economía,
por el poder de la economía, por sus propias necesidades, y no estamos
hablando de los que necesitan volver a trabajar. Estamos hablando de
los que desoyen que las juntadas son peligrosas, los que insisten en
organizar reuniones y provocan los rebrotes, y sobre todo de los que con su conducta ponen en riesgo a las personas mayores que quizá vivan con ellos y quizá no. Contribuir activamente en la propagación del virus expresa un desprecio por la vida como no se ha visto antes.
El ministro de Salud de la CABA repite como un mantra que “el espacio público, usando tapaboca y con dos metros de distanciamiento” no es peligroso.
Pero nadie camina a dos metros de distancia de nadie. Mucha gente sale a
dar su caminata diaria hombro con hombro. Las veredas y los parques se
pueblan y son espacios de congestión. De eso no habla el ministro. Están
evitando los brotes, no los contagios.
Pero probablemente lo más escalofriante de ese mosaico de personas que en todo el mundo rompen las reglas y expanden una y otra vez los contagios, incluso en ciudades que ya estaban libres del virus, es que anteponen lo que ellos consideran su derecho (jugar al fútbol, hacer una despedida de soltero, festejar un cumpleaños, organizar un babyshower, etc. ), sobre el derecho a la vida no ya en abstracto, no ya en fórmula ideológica, no ya en posición política, sino representado, ese derecho, en sus propios seres queridos. No les importan.
No sólo atravesamos una pandemia. Atravesamos también un giro subjetivo que arrasa con todo lo que identificamos como civilizado pero incluso también como instintivo. Ningún animal tendría un comportamiento semejante. Hay nichos de la población mundial que experimentan, dentro de sí, una sorda disolución de lo humano.Por Sandra Russo
Excelente nota.... Quien quiera oir, que oiga. Y el que no que se chupe una protesis.
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