En los años setenta, los indios argentinos, mapuches, qom, matacos, seguían en la miseria y el olvido: en sus yermos castigados de viento o sol apenas se enteraron de que cosas como Videla sucedían en la capital. Los que se enteraron, fue para peor. Sí se enteraron, en cambio, del rock, cuando un ómnibus destartalado lleno de pelilargos con guitarras rodaba por paisajes polvorientos de la Puna y el Neuquén en el centro del país. Era León Gieco. Hastiado de la ciudad, veterano del exilio, se decidió por un exilio interior: habituado a giras por diversas regiones, no tardó en descubrir que la verdadera Argentina, la que aún no había sido invadida por la grasa, estaba en los pueblos, en los campos, en la gente común que creaba y disfrutaba de su propio folklore. Acostumbrado a un lenguaje híbrido entre el rock y lo folclórico, Gieco decidió hacer algo que sería un hito: una gira por el interior del país, con nulo rédito económico, llamada De Ushuaia a La Quiaca. 5.175 kilómetros de rutas borrosas unían la Tierra del Fuego con el Altiplano de los incas, y él las recorrió con su banda, tocando con los talentos locales de los pueblos, encontrando y sembrando tesoros musicales entre la gente, lejos del mundo de la TV y los censores. El disco resultante sigue siendo un foco de luz en uno de los años más oscuros del rock nacional.
Por Guillermo Alén
Gieco, en su gira por el interior del país. En la foto, con Santaolalla |
“Mire, Gieco, conmigo no se haga el vivo. Le juro que si usted vuelve a cantar canciones de protesta, yo personalmente me encargaré de pegarle un tiro en la cabeza, ¿entendió?” –Y para darle más convicción a la amenaza, Montes extrajo una pistola del cajón del escritorio y la dejó ahí arriba.[1]
Mientras tanto, Spinetta abandonó la nostalgia y encaró su nuevo proyecto: Spinetta Jade. Fusión de jazz con rock, paredes de sintetizadores y letras exquisitas, su nuevo disco sería Alma de diamante, el nombre mismo un testimonio de todo aquello indestructible que ni mil años de dictadura podrían eliminar jamás. Charly García tampoco estaba ocioso: Serú Girán presentaba su tercer disco, Bicicleta, el cual contenía el que posiblemente sea el tema más emblemático de todo el rock hecho bajo el pie de la dictadura: “Canción de Alicia en el País”. En un país donde toda movilización estaba prohibida, Serú Girán cerraba el año en un estadio con 60.000 personas que corearon:
No cuentes lo que hay detrás de aquel espejo,
no tendrás poder
ni abogados, ni testigos.
Enciende los candiles que los brujos
piensan en volver
a nublarnos el camino.
Estamos en la tierra de todos, en la vida.
Sobre el pasado y sobre el futuro,
ruinas sobre ruinas, querida Alicia.
Para 1981, la guerrilla era cosa del pasado. La eficiencia que los militares no habían demostrado en la censura sí fue patente en “la lucha contra la subversión”. Cerca de 30.000 desaparecidos descansaban en fosas comunes y en el lecho del Río de la Plata, tanto Montoneros como ERP estaban completamente desmembrados: la Patria podía respirar tranquila. La mano de hierro de Videla y Massera ya no era necesaria, su política económica estaba probando ser desastrosa y los militares decidieron que era hora de darle un aire “más distendido” con un nuevo presidente: el general Roberto Viola. Mientras la moneda se devaluaba vertiginosamente, la censura aflojaba un poco sus dedos y muchos emigrados comenzaban a volver.
Con los emigrados venían también otras cosas: novedades, ropas, libros y discos, venían actitudes nuevas. La Argentina de Videla había sido una isla cultural, con la apertura venían otros sonidos del norte. Y en un lustro allá había pasado de todo: lo nuevo era el punk, el heavy metal, el post-punk y la new wave. En esa Argentina que salía de la era glacial, había jóvenes con ganas de abrirse a cosas nuevas, para los que Spinetta y Charly eran “esos viejos jipis”, y las canciones de protesta los dejaban fríos: querían algo más veloz y violento, querían Heavy Metal, querían Punk. En 1981, la banda heavy V8 presenta su disco seminal, Luchando por el metal. Los Violadores hacían sus primeros conciertos al año siguiente. Ambos enfrentaron incomprensión, burla y represión policial. Para peor, la enemistad entre punks y metaleros, plagada de muertes violentas, sería una constante en la década y media siguiente, algo que en los 70, en el mundillo reducido del hippismo y el rock progresivo hubiera sido impensable.
Charly canta “Mientras miro las nuevas olas”, cuando apenas estas nacían. Virus, la banda de los hermanos Moura, y su irresistible hit bailable “Wadu Wadu” hacía fragor entre todos aquellos que no hablaban de “esa música de putos”. Camisas holgadas, ojos delineados, voz aterciopelada y letras delicadas y sensibles, todo en Virus era nuevo y repudiable. Pero cómo no bailarlo. Era una sensibilidad más fría y distante, en las antípodas de lo pastoral, netamente urbana. Gustavo Cerati se ponía gel en el pelo y tomaba nota. Al mismo tiempo Miguel Abuelo -bisexual, histriónico, irreverente- volvía de España, refundaba sus Abuelos de la Nada, le arrancaba sus hilachas flower power y lo transformaba en una metralleta de fiesta y baile. Más música de putos con sintetizadores.
El general Viola, con su estilo más distendido y campechano, tenía mejor imagen que Videla, pero posibilitaba cosas como, por ejemplo, la CGT[2] haciendo una Jornada Nacional de Protesta. La rama dura de los militares nuevamente se puso en acción, removió a Viola y puso en su sitio a Leopoldo Galtieri, favorecedor de la mano dura. Mientras los festivales florecían por todo el país y las ciudades se llenaban de afiches de conciertos, el Clarín sacaba una lista de “242 temas prohibidos por la dictadura” y Galtieri mandaba reprimir brutalmente las marchas de la CGT.
En Argentina, 1982 es sinónimo de la Guerra de Malvinas. El plan de los militares para perpetuarse en el poder, dado que Juan Pablo II había logrado desactivar la bomba del Beagle,[3] era invadir las Islas Malvinas, reclamadas al invasor inglés desde 1833. La operación se llevó a cabo en el mayor de los secretos con un asalto anfibio, el 2 de abril. De un plumazo, Galtieri había logrado lo que ningún militar: el apoyo popular masivo. La gente salió a la calle a festejar, a apoyar el orgullo argentino al fin un poco recuperado después de tanta afrenta. El fervor patriótico y las banderas tapizaban todo. Spinetta tuvo una de sus depresiones más feroces, Charly estaba paranoico hacía rato y la noticia le pegó tan mal que vivía encerrado, Yendo de la cama al living, nombre que le daría a su primer disco solista. Algunos rockeros se sumaban al festejo, muchos no. Spinetta, Charly, Gieco y otros, bajo enorme presión de los militares, asistieron al Festival de la Solidaridad Latinoamericana, un recital a beneficio de los soldados helándose en las islas. Al subirse al escenario, Spinetta dejó las cosas claras: el rock era música “para la paz y para fines realmente nobles”.[4] Raúl Porchetto, Lebón, Mestre, Charly y Gieco se limitaron a cantar juntos “Algo de paz”, de Porchetto.
Mientras, la respuesta del león británico a semejante escupitajo no se hizo esperar. Bajo el fuego rabioso de la Fuerza Aérea Argentina, que hundió ocho buques británicos y lastimó a siete más, los ingleses lograron desembarcar en la isla uno de los ejércitos mejor equipados y entrenados del mundo. El ejército argentino, formado principalmente por conscriptos del servicio militar con 18 o 19 años, dirigido por oficiales abusivos e incompetentes, resistió como mejor pudo el embate, y fue derrotado tras tres días de lucha. El saldo fueron 650 muertos, muchos de ellos pibes que habían coreado temas de Spinetta o Charly en el Luna Park y ahora descansaban bajo una cruz blanca en el cementerio de Darwin.
Jóvenes soldados argentinos en la Guerra de las Malvinas |
Durante ese año de 1982 sucedió otra cosa extraña. El rock nacional, esa piedra en el zapato de los militares, de pronto era visto menos como rock y más como nacional. Se había prohibido la difusión de música en inglés en las radios y los DJs se las veían negras para llenar los huecos. Se pasaba tango y folklore, por supuesto, pero no podían pasar eso todo el día. Y empezaron a pasar rock nacional. Por todas las radios del país, a toda hora, se escuchaban las canciones prohibidas o silenciadas por años. La difusión del rock aumentó exponencialmente; los conciertos se llenaban, los militares sin quererlo habían abierto la caja de Pandora. Ese año y el siguiente, el rock se afianzaría ya no como expresión de un grupo pequeño, sino como la nueva música de las masas. Serú Girán se despediría en recitales de cifras récord, todo abriría la puerta para que pocos años más tarde bandas como Soda Stereo o los Redonditos de Ricota llenaran estadios.
La debacle militar selló el destino de la dictadura: ya no era una cuestión de cuándo retirarse, sino de cómo. Los rockeros ya no se callaban sus ideas al subir a un escenario, las revistas de sátira política tampoco. Galtieri renunció, y se dispuso a Reynaldo Bignone para realizar dos tareas claves: preparar la transición democrática y, al mismo tiempo, meter debajo de la alfombra las atrocidades perpetradas en los años de plomo. Lo primero resultaría bien. Lo segundo, sólo en parte. Bignone declaró la amnistía (una “auto-amnistía”) para todos los involucrados, y se quemaron infinidad de documentos, se taparon todos los rastros, se nos dio a dos generaciones el trabajo, que aún persiste, de documentar, destapar, sacar a la luz y, por sobre todo, recordar.
Se convocó a elecciones para 1983, ganó Ricardo Alfonsín, un estadista moderado de la Unión Cívica Radical que tomó el difícil trabajo de heredar un país en ruinas económica, moral y socialmente. Hizo lo que pudo. Entre su legado más valioso, las cúpulas militares fueron juzgadas y condenadas, algo en ese entonces inédito en Latinoamérica. Argentina era finalmente libre, y el rock pudo seguir su curso natural, libre de los caprichos militares. Su crecimiento seguía, exponencial, con bandas y discos nuevos por doquier. Spinetta Jade grababa Bajo Belgrano, una de las placas más emblemáticas del Flaco. Charly sacaba el que fuera probablemente su mejor disco, Clics modernos, con su crítica demoledora a los militares, uno de los himnos antidictadura de la Argentina: “Los dinosaurios”. Tras seis años de resistencia se abría una nueva edad de oro. Era tiempo de amarse y cantar nuevamente en libertad.
La primavera alfonsinista probó ser de corta duración. Los militares tuvieron intentonas de tomar cuarteles, los guerrilleros del ERP también; el pueblo les dijo “no” a ambos. La hiperinflación de 1989 destruyó más sueños e industrias. La entrada de Argentina al neoliberalismo en los noventa, con todo lo que ello implicaría, manifestó otro frente de batalla que no todos los músicos del rock supieron dilucidar, encandilados como estaban con los instrumentos baratos y los recitales internacionales. Los represores fueron liberados por Menem. Pero todo eso es otra historia. Durante ocho años el rock nacional, unido contra la opresión, nos dio una alternativa orgánica y valiente a la homogeneidad helada y metálica que querían los militares, fue la ventana por la que se podía soñar cuando todo era plomo. Y por sobre todo, dejó las canciones que aún cantamos, nuestro Inconsciente colectivo.
[1] Rock y dictadura: crónica de una generación, Booket, Buenos Aires, p.151
[2] Comisión General del Trabajo, organismo que nuclea todos los sindicatos del país, creada por Juan Domingo Perón antes de su primera presidencia y espina dorsal de sus tres gobiernos. Ni siquiera los militares pudieron desmembrarla.
[3] En 1978 la Argentina y Chile movilizaban tropas y estaban a milímetros de una guerra por problemas de límites en el Canal de Beagle, Tierra del Fuego. Al estar ambas naciones bajo dictaduras nacionalistas católicas, el Papa utilizó todo el peso de su poder temporal para aquietarlas y deslegitimar cualquier acción de guerra, con éxito. En la práctica, salvó a ambos países del desastre.
[4] En una entrevista diría: “Me acuerdo de tener un rapto de felicidad por pensar que finalmente algo que pertenece territorialmente a nuestro país iba a ser reconquistado pero inmediatamente después, como si fuera la sombra de un objeto sobre un fondo, surge la desgracia de que no solamente eso no era posible por ese método sino que además es el último ardid de una dictadura horrible. Un montón de pibes milicos fueron abandonados a su suerte, una impericia por parte de los comandantes. […] querían salvar algo que no se podía salvar. Yo lo viví como una pesadilla y además empezaron a pasar en todas las radios música nacional lo cual era prácticamente una ofensa, porque pareciera ser que teníamos que entrar en guerra con un país sajón para que dejaran de pasar música en inglés. Influyó mucho el hecho de que tuviéramos que hacer un festival para Malvinas y uno tuviera que estar y decirles, como yo les dije a los chicos por el micrófono, lamento tener que estar cantando porque hay una guerra, me encantaría que esto fuera un festival de la paz y no de la guerra, así que fue un momento muy difícil. Fue horrible, no sé en qué nos benefició. Yo estaba al borde de la locura porque aunque yo no quería no podíamos dejar de tocar porque había autoridades presionando con mucha fuerza y uno estaba obligado a ir.” Entrevista con Luz Kogiso, 2008.
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