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Las Sociedades del Odio

Vivimos sn sociedades fascistas que no se saben fascistas y se escandalizan por cualquier menudencia que no salga de sus bestiales acciones. El fantasma de Pinochet nuevamente vigila la escena política, no solamente de Chile sino de toda América Latina. Hace su aparición en las calles, representada con fidelidad en la desatada e incontrolada violencia policial, en las violaciones a los derechos humanos y en los poderes del estado, que nos muestran sin pudor su estructura y sus bases ancladas en la dictadura cívico militar. Todo lo que hubo antes fue un gran ensayo. Ensayo matar, ensayo perseguir, ensayo espionaje, ensayo eliminar líderes, ensayo el permanente estado de sitio, ensayo firmar leyes contra los derechos de las mayorías. El Estado no nos quiere: eso no era un ensayo, tampoco lo es el hastío, el orgullo y la indefensión que también tenemos como escenario ahora.

Hasta ahora, se podría haber dicho que el plan norteamericano contrapopulista de este último año había fracasado, tanto en Ecuador, en un Brasil no se ve que esté funcionando bien y con un Lula salió y se puso más duro que nunca, en la Argentina Macri sale del poder logrando la unificación del peronismo, cosa que no se lograba desde los 80, y ni hablar del Chile que es la sorpresa del siglo. Pero el mal ya está implantado en la cabeza de la gente, el odio está arraigado y desde hace demasiado tiempo. Lo que queda claro es que décadas de neoliberalismo casi sobreimpreso al fin de las dictaduras militares abiertas en el continente no han pasado en vano, y las democracias de América Latina se han revelado mucho más frágiles e inestables de lo que se creía. Y este clima convulsionado que atraviesa por estos días Sudamérica está liderado por las crisis en Chile y Bolivia. Dos meses antes nadie habría imaginado la debacle chilena, parecía un régimen incólumne. Tampoco nadie podía imaginar que iba a producirse un golpe contra Evo Morales en Bolivia. Si había dos sistemas políticos que hasta hace poco parecían estables eran, con signos totalmente opuestos, el chileno y el boliviano.
El FBI (y de esto saben bastante) define un crimen de odio como un "delito contra una persona o propiedad motivado en todo o en parte por el prejuicio de un delincuente contra una raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia, género o identidad de género". Crímenes de odio que se naturalizan cotidianamente, desde el mismo corazón del imperio.
En Chile, país constituido en modelo de toda la derecha latinoamericana, ha hecho irrupción un proceso social novedosísimo, en el cual sin una conducción precisa, un sinnúmeros de actores sociales –con un notable componente juvenil y femenino— expresan un rechazo contundente no sólo al modelo neoliberal legado por el pinochetismo, y continuado con prolijidad por un bipartidismo bien controlado, sino también a las propias prácticas represivas que lo caracterizaron, y que fueron eficaces hasta el presente.
El golpe en Bolivia intenta destruir el esfuerzo más exitoso que se realizó jamás en ese país para poner en pie a su Estado, a su infraestructura, a sus capacidades productivas y extender al mismo tiempo condiciones de vida aceptables a la gran mayoría postergada de la población. Las impulsoras de ese verdadero crimen económico y social son las fracciones trogloditas de la élite boliviana, representadas por esa mezcla de lumpenización, corrupción y reaccionarismo evangélico. Este sábado 16 de noviembre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), presentó un nuevo balance de víctimas registradas en Bolivia a casi un mes de manifestaciones. Según sus datos, 23 personas fallecieron desde el inicio de la crisis política e institucional que vive el país andino. Otra cifra relevante de este balance fue que un total de 715 personas han sido heridas por la represión policial y militar.
La simpatía del gobierno del nazi Jair Bolsonaro y del Gato Macri por el golpe fue indisimulable. En algún sentido fue una reparación ante el mal trago de, pòr un lado, tener que liberar a Lula, un enorme líder popular sin cuyo encarcelamiento él no podría estar realizando la entrega del patrimonio del Brasil "al mundo", y por el otro dejar el gobierno con un rechazo de la mitad de la población.


"Haití es un país en el que enfrentamos una situación de crisis total: crisis económica, crisis política, crisis social. Entonces hay una revuelta popular, el pueblo, la gente de los barrios populares, los obreros, los campesinos están en las calles, organizando marchas, barricadas, utilizando todas las estrategias disponibles para desafiar al régimen actual"
Guy Laurore Rosenez, defensor de Derechos Humanos en la Oficina de Abogados Internacionales

La rebelión chilena cumple un mes y entra a su segunda etapa por una verdadera Constituyente. País constituido en modelo de toda la derecha latinoamericana, ha hecho irrupción un proceso social novedosísimo, en el cual sin una conducción precisa, un sinnúmeros de actores sociales expresan un rechazo contundente no sólo al modelo neoliberal legado por el pinochetismo. Es tan potente y representativo el movimiento que está forzando a continuos retrocesos discursivos y comunicacionales del gobierno del multimillonario Piñera frente a los "alienígenas" -como los llamara su esposa- que protestan. Pero la represión no cesa y se acumulan violencias, muertes y torturas. Un caso ejemplar de su bestialidad es que la policía atacó a personal de emergencias mientras atendía a un joven que terminó muriendo.
Hace tres años cuando el régimen de Mauricio Macri reprimió violentamente varias manifestaciones de protesta empezamos a notar algo que se confirmó cuando un 18 de diciembre la Ciudad de Buenos Aires vivió una jornada aciaga que milagrosamente no tuvo muertos. Los policías tiran a los ojos, apuntando a la cabeza a quienes los miran de frente. En Chile ya hay más de mil heridos en la vista en un mes y en solo una semana en Bolivia hay cientos.
Daniel do Campo Spada


Lo siguen conflictos y asesinatos de líderes comunitario en Colombia, violencia en Nicaragua y Honduras. En todos lados las FFAA han recuperado protagonismo, y vuelven a convertirse en árbitros de los conflictos políticos y sociales, en tanto se las asocia a los dispositivos represivos cuando estallan rebeliones populares (como está pasando en Chile). La penetración ideológica de la agenda de los Estados Unidos por diferentes vías en las fuerzas armadas y de seguridad, introduce una tensión permanente hacia su interior, pues tiende a incrementar su pulsión (que viene de los tiempos de las dictaduras) a operar con agenda propia, desvinculada de la que fijan los gobiernos elegidos por los pueblos.
Sumemos a eso la prédica disolvente, golpista y antidemocrática de conglomerados de medios hegemónicos que representan los intereses de las fracciones más concentradas del capital y obran en consecuencia socavando la legitimidad de los gobiernos electos cuando no les responden, los poderes judiciales reproduciendo comportamientos de casta que los aíslan de la sociedad mientras vehiculizan estrategias de “law fare” para intervenir decisivamente y con un sentido bien definido en las disputas política, y servicios de inteligencia que travesaron indemnes años de democracia operando con agenda y conexiones propias; y tendremos un combo explosivo que mina desde adentro la fortaleza de los Estados democráticos, con tanta mayor velocidad si sus gobiernos deciden imprimirle a su gestión un rumbo hacia la ampliación de derechos de amplios sectores sociales, lo que supone necesariamente avanzar sobre las minorías del privilegio.
Donde uno ponga el dedo, ahí hay un conflicto que está despertando o está en ebullición. Esto seguramente traerá aparejado cambios complejos. Pero no siempre podrán ser modificaciones beneficiosas si no reconocemos el odio arraigado en nuestro interior. Porque el sistema que tanto sufrimiento nos trae, también lo llevamos dentro, y es nuestro principal enemigo.


El Imperio del Odio
 Vientos odiosos azotan el sur del continente latinoamericano y traen el rumor de turbulencias futuras. Arrancan de cuajo conceptos que hacen a la vida democrática e iluminan por un instante la complejidad del momento que vivimos. Si bien los conflictos forman parte de la vida humana desde tiempos inmemoriales, la dinámica del odio ocupa hoy el centro de la escena mundial. Su rol protagónico se esfuma manipulando la información, las ideas y los sentimientos de la población. Sin embargo, esta semana el golpe militar en Bolivia ha dejado al descubierto la estructura de poder que engendra el odio social en esta parte del continente y los mecanismos que la reproducen.
La decisión de Macri, su gobierno y las fuerzas políticas que lo apoyan de utilizar eufemismos para no criticar al golpe de Estado y de plegarse a las maniobras de la OEA para legitimarlo, no puede extrañarnos. Es coherente con la sistemática destrucción del Estado de Derecho operada durante su gestión. Permite anticipar que Macri recurrirá a cualquier medio para obstaculizar la gestión del próximo gobierno. El apoyo de Alberto Fernández al gobierno de Evo Morales, el rol protagónico que asumió en el salvataje de Evo y su firme critica a Trump por su comunicado felicitando a las Fuerzas Armadas bolivianas por “cumplir su juramento con la Constitución,” lo fortalecen y muestran su coherencia en defensa de la democracia y la inclusión social en un mundo cada vez más enrarecido por la falta de transparencia y la ruptura de los compromisos políticos.
Mónica Peralta Ramos

El odio al indio
 Por Alvaro García Linera
Como una espesa niebla nocturna, el odio recorre vorazmente los barrios de las clases medias urbanas tradicionales de Bolivia. Sus ojos rebalsan de ira. No gritan, escupen; no reclaman, imponen. Sus cánticos no son de esperanza ni de hermandad, son de desprecio y discriminación contra los indios. Se montan en sus motos, se suben a sus camionetas, se agrupan en sus fraternidades carnavaleras y universidades privadas y salen a la caza de indios alzados que se atrevieron a quitarles el poder.

En el caso de Santa Cruz organizan hordas motorizadas 4x4 con garrote en mano a escarmentar a los indios, a quienes llaman "collas", que viven en los barrios marginales y en los mercados. Cantan consignas de que "hay que matar collas”, y si en el camino se les cruza alguna mujer de pollera la golpean, amenazan y conminan a irse de su territorio. En Cochabamba organizan convoyes para imponer su supremacía racial en la zona sur, donde viven las clases menesterosas, y cargan -como si fuera un destacamento de caballería- sobre miles de mujeres campesinas indefensas que marchan pidiendo paz. Llevan en la mano bates de béisbol, cadenas, granadas de gas; algunos exhiben armas de fuego. La mujer es su víctima preferida; agarran a una alcaldesa de una población campesina, la humillan, la arrastran por la calle, le pegan, la orinan cuando cae al suelo, le cortan el cabello, la amenazan con lincharla, y cuando se dan cuenta de que son filmadas deciden echarle pintura roja simbolizando lo que harán con su sangre.

En La Paz sospechan de sus empleadas y no hablan cuando ellas traen la comida a la mesa. En el fondo les temen, pero también las desprecian. Más tarde salen a las calles a gritar, insultan a Evo y, con él, a todos estos indios que osaron construir democracia intercultural con igualdad. Cuando son muchos, arrastran la Wiphala, la bandera indígena, la escupen, la pisan la cortan, la queman. Es una rabia visceral que se descarga sobre este símbolo de los indios al que quisieran extinguir de la tierra junto con todos los que se reconocen en él.

El odio racial es el lenguaje político de esta clase media tradicional. De nada sirven sus títulos académicos, viajes y fe porque, al final, todo se diluye ante el abolengo. En el fondo, la estirpe imaginada es más fuerte y parece adherida al lenguaje espontáneo de la piel que odia, de los gestos viscerales y de su moral corrompida.

Todo explotó el domingo 20, cuando Evo Morales ganó las elecciones con más de 10 puntos de distancia sobre el segundo, pero ya no con la inmensa ventaja de antes ni el 51% de los votos. Fue la señal que estaban esperando las fuerzas regresivas agazapadas: desde el timorato candidato opositor liberal, las fuerzas políticas ultraconservadoras, la OEA y la inefable clase media tradicional. Evo había ganado nuevamente pero ya no tenía el 60% del electorado; estaba más débil y había que ir sobre él. El perdedor no reconoció su derrota. La OEA habló de "elecciones limpias" pero de una victoria menguada y pidió segunda vuelta, aconsejando ir en contra de la Constitución, que establece que si un candidato tiene más del 40% de los votos y más de 10% de votos sobre el segundo es el candidato electo. Y la clase media se lanzó a la cacería de los indios. En la noche del lunes 21 se quemaron 5 de los 9 órganos electorales, incluidas papeletas de sufragio. La ciudad de Santa Cruz decretó un paro cívico que articuló a los habitantes de las zonas centrales de la ciudad, ramificándose el paro a las zonas residenciales de La Paz y Cochabamba. Y entonces se desató el terror.

Bandas paramilitares comenzaron a asediar instituciones, quemar sedes sindicales, a incendiar los domicilios de candidatos y líderes políticos del partido de gobierno. Hasta el propio domicilio privado del presidente fue saqueado; en otros lugares las familias, incluidos hijos, fueron secuestrados y amenazados de ser flagelados y quemados si su padre ministro o dirigente sindical no renunciaba a su cargo. Se había desatado una dilatada noche de cuchillos largos, y el fascismo asomaba las orejas.

Cuando las fuerzas populares movilizadas para resistir este golpe civil comenzaron a retomar el control territorial de las ciudades con la presencia de obreros, trabajadores mineros, campesinos, indígenas y pobladores urbanos -y el balance de la correlación de fuerzas se estaba inclinando hacia el lado de las fuerzas populares- vino el motín policial.

Los policías habían mostrado durante semanas una gran indolencia e ineptitud para proteger a la gente humilde cuando era golpeada y perseguida por bandas fascistoides. Pero a partir del viernes, con el desconocimiento del mando civil, muchos de ellos mostraron una extraordinaria habilidad para agredir, detener, torturar y matar a manifestantes populares. Claro, antes había que contener a los hijos de la clase media y, supuestamente, no tenían capacidad; sin embargo ahora, que se trataba de reprimir a indios revoltosos, el despliegue, la prepotencia y la saña represiva fueron monumentales. Lo mismo sucedió con las Fuerzas Armadas. Durante toda nuestra gestión de gobierno nunca permitimos que salieran a reprimir las manifestaciones civiles, ni siquiera durante el primer golpe de Estado cívico del 2008. Y ahora, en plena convulsión y sin que nosotros les preguntáramos nada, plantearon que no tenían elementos antidisturbios, que apenas tenían 8 balas por integrante y que para que se hagan presentes en la calle de manera disuasiva se requería un decreto presidencial. No obstante, no dudaron en pedir/imponer al presidente Evo su renuncia rompiendo el orden constitucional. Hicieron lo posible para intentar secuestrarlo cuando se dirigía y estaba en el Chapare; y cuando se consumó el golpe salieron a las calles a disparar miles de balas, a militarizar las ciudades, asesinar a campesinos. Y todo ello sin ningún decreto presidencial. Para proteger al indio se requería decreto. Para reprimir y matar indios sólo bastaba obedecer lo que el odio racial y clasista ordenaba. Y en sólo 5 días ya hay más de 18 muertos, 120 heridos de bala. Por supuesto, todos ellos indígenas.

La pregunta que todos debemos responder es ¿cómo es que esta clase media tradicional pudo incubar tanto odio y resentimiento hacia el pueblo, llevándola a abrazar un fascismo racializado y centrado en el indio como enemigo?¿Cómo hizo para irradiar sus frustraciones de clase a la policía y a las FF. AA. y ser la base social de esta fascistización, de esta regresión estatal y degeneración moral?

Ha sido el rechazo a la igualdad, es decir, el rechazo a los fundamentos mismos de una democracia sustancial.

Los últimos 14 años de gobierno de los movimientos sociales han tenido como principal característica el proceso de igualación social, la reducción abrupta de la extrema pobreza (de 38 al 15%), la ampliación de derechos para todos (acceso universal a la salud, a educación y a protección social), la indianización del Estado (más del 50% de los funcionarios de la administración pública tienen una identidad indígena, nueva narrativa nacional en torno al tronco indígena), la reducción de las desigualdades económicas (caída de 130 a 45 la diferencia de ingresos entre los más ricos y los más pobres); es decir, la sistemática democratización de la riqueza, del acceso a los bienes públicos, a las oportunidades y al poder estatal. La economía ha crecido de 9.000 millones de dólares a 42.000, ampliándose el mercado y el ahorro interno, lo que ha permitido a mucha gente tener su casa propia y mejorar su actividad laboral.

Pero esto dio lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada “clase media", medida en ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad material pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes legítimos o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias tradicionales les permitía acceder a puestos en la administración pública, obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado -reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes- sino que, además, los “arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena, tiene un conjunto de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos disponibles.

Se trata, por tanto, de un desplome de lo que era una característica de la sociedad colonial: la etnicidad como capital, es decir, del fundamento imaginado de la superioridad histórica de la clase media por sobre las clases subalternas porque aquí, en Bolivia, la clase social sólo es comprensible y se visibiliza bajo la forma de jerarquías raciales. El que los hijos de esta clase media hayan sido la fuerza de choque de la insurgencia reaccionaria es el grito violento de una nueva generación que ve cómo la herencia del apellido y la piel se desvanece ante la fuerza de la democratización de bienes. Así, aunque enarbolen banderas de la democracia entendida como voto, en realidad se han sublevado contra la democracia entendida como igualación y distribución de riquezas. Por eso el desborde de odio, el derroche de violencia; porque la supremacía racial es algo que no se racionaliza, se vive como impulso primario del cuerpo, como tatuaje de la historia colonial en la piel. De ahí que el fascismo no sólo sea la expresión de una revolución fallida sino, paradójicamente también en sociedades postcoloniales, el éxito de una democratización material alcanzada.

Por ello no sorprende que mientras los indios recogen los cuerpos de alrededor de una veintena de muertos asesinados a bala, sus victimarios materiales y morales narran que lo han hecho para salvaguardar la democracia. Pero en realidad saben que lo que han hecho es proteger el privilegio de casta y apellido.

El odio racial solo puede destruir; no es un horizonte, no es más que una primitiva venganza de una clase histórica y moralmente decadente que demuestra que, detrás de cada mediocre liberal, se agazapa un consumado golpista.
 Alvaro García Linera - Publicado en celag.org





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