Se ha afirmado que la música comunica, expresa, pero que resulta imposible decir el qué. Nos referimos, claro, a la música instrumental. La que se canta posee un texto que orienta y que nos habla sobre lo que la música intenta expresar, comunicar. A lo largo de la historia hemos hablado mucho sobre la música. Más allá de pretender definirla, o de explicar su utilidad, su capacidad para modificarnos y alterarnos, se ha escrito abundantemente sobre qué nos quiere decir la música, o más concretamente, cada pieza u obra musical. A estos trabajos se los podría describir como de guiones musicales, explicaciones alusivas a cómo una música nos estimula, qué elementos del sonido toca qué resortes anímicos para despertar diferentes emociones y sentimientos. No cabe duda de que la música nos conmueve. Lo que resulta evidente es que no a todos nos provoca las mismas emociones, ni que éstas hayan sido similares en todas las épocas, ni que la emoción del compositor coincida con la que percibirán sus oyentes, ni tan siquiera con la que sus intérpretes intentarán recrearla. Aquí, un desarrollo que habla de que es al cuete tratar de hablar de la música ¡a la música hay que escucharla! pero también habla sobre los procesos culturales que acompañan nuestra impresión sobre lo "bello" de la música, y como ello condiciona una genuina búsqueda musical.
Sentimos una necesidad vital por hablar de todo, y por supuesto, de las obras de arte. Intentar explicar en palabras los elementos fundamentales de su escucha, de su apreciación, arropar la percepción con todo un amasijo de historias, descripciones, narraciones que ponen en conexión la música o la pintura con otras vivencias y pensamientos. Porque una cosa es que la obra de arte, o la música, sea inefable, y que por tanto haya sido compuesta para expresar algo que no podría haberse comunicado por otros medios, y otra muy distinta que no debamos comunicarnos intentando describir la experiencia en que nos ha sumido, o incluso más allá, el que la experiencia artística se nutra de narraciones ajenas a la propia obra y que nos sirven para dotarla de sentido y de valor.
Pero la música no nos conmueve por sí misma, como tampoco una palabra en su mismidad fonética nos comunica nada. Los sonidos o las letras que se agrupan en un vocablo deben haberse definido o expresado a través de una cultura que los dota de significado, no universal, por supuesto, sino adaptado al contexto y la situación en el que cada palabra se incrusta. Lo mismo acaece con los sonidos musicales. Precisan de esa contextualización cultural, sin la que resulta imposible establecer patrones perceptivos y que estos se correlacionen con determinadas respuestas emotivas.
Por esta razón, lo que se dice sobre la música resulta fructífero, y creo que imprescindible, en relación a los significados sociales que esta adquiere en cada contexto. Que unos acordes de una sinfonía despierten emociones distintas en diferentes momentos históricos no depende sólo de sus sonidos, sino de cómo se socialice la música, y por tanto, de lo que se dice de ella, de lo que se hace mientras se la escucha, de nuestra predisposición y experiencias previas con estas y otras músicas, junto con otras adquisiciones culturales y artísticas.
Pondré algunos ejemplos.
A comienzos del siglo XVII se inventa la ópera. Un género nuevo que funde palabra y música en una trama dramática. Y nace porque unas personas deciden recrear lo que ellos consideraban que era la tragedia griega. Se reunían, leían textos, imaginaban en común, se ejercitaban inventando el recitativo y toda una nueva forma de cantar y de colorear musicalmente las pasiones, jugaban a inventar un género destinado en principio al puro solaz principesco y cortesano, y que sólo cuando ya fue pergeñado, saltó los palacios y empezó a expandirse más allá de estos círculos puramente académicos y elitistas. Evidentemente, la ópera no se parecía en nada al drama griego. ¿Qué importaba? Habían inventado un género que hasta hoy perdura. Pero para su correcta recepción hubo que escribir mucho sobre esta nueva música –nos han llegado abundantes textos al respecto-, y llevar a cabo un aprendizaje social y cultural que trascendía a la propia música, con objeto de que cuando el público asistiese a una representación tuviera una reacción adecuada al objetivo social y artístico deseado.
Aquellas óperas de Monteverdi y Peri, más tarde de Lully o Rameau, se olvidaron barridas por la ópera mozartiana, el bel canto y el romanticismo verdiano o wagneriano. Sin embargo, hoy vuelven a estar con nosotros. Pero este regreso no resultó fácil. Se realizó a la sombra del movimiento por la autenticidad en la música, un invento de musicólogos e intérpretes por recrear la música de otra forma, y donde nuevamente los textos, las explicaciones, el aprendizaje, la educación, en suma, la socialización, resultaron imprescindibles para que ahora podamos seguir disfrutando con la ópera antigua.
No nos confundamos, las palabras sobre la música no sustituyen al mensaje o el sentido musical, pero éste sólo puede expresarse gracias a una aculturización en los patrones musicales, en las estructuras sintácticas propias de cada estilo musical, por lo que los sentimientos de respuesta pueden resultar un tanto arbitrarios y poco predecibles al no colegirse únicamente y de forma totalmente racional de la partitura o de la sola música.
Dudo que la heroicidad de algunas sinfonías de Beethoven fuera invención suya, y por supuesto, nadie puede pensar que su dramatismo sea intrínseco a su sonido, independientemente de la interpretación y predisposición. El mito Beethoven y cómo debían escucharse sus obras, la disposición de ánimo con la que había que enfrentarlas y los sentimientos que debían despertar, sólo muy someramente aparecen en los propios escritos de Beethoven, pero sobre todo afloran en la inmensa literatura que surgió durante todo el romanticismo en torno a cómo la música debía despertar el patriotismo, la comunidad de destino, la identificación nacional y el sentimiento de pertenencia y de liberación. La música debía ayudar a crear al buen burgués, liberal y patriota, y a los conciertos había que asistir imbuido de ese talante pedagógico que el público-ciudadano aprendía de libros, revistas y conversaciones, y que en el auditorio como aula, templo o universidad se ponía en práctica en comunión con el resto de los asistentes.
El heroísmo del último movimiento de la 7ª sinfonía, por ejemplo, no se puede sentir sin ese adoctrinamiento previo, sin haber querido creer que se va a asistir a un rito. Y en ese convencimiento los textos iniciales de Wackenroder en la época del Sturm und Drang, y posteriormente de los filósofos Schelling, Herder y hasta el propio Hegel o Schopenhauer, y sobre todo del novelista E.T.A. Hoffmann, serán los que van a destilar todo esta filosofía estética, idealista y nacionalista sobre la música concreta de un Beethoven, al que convertirán en un auténtico demiurgo de la nueva música del absoluto.
Tampoco podremos entender toda la eclosión musical, ni la propia contracultura ligada a ella, que afloró durante los años sesenta del pasado siglo al margen de la literatura creada en su estela. Sobre todo, la aparición de una serie de revistas culturales y musicales dirigidas a la juventud y en la que se hablaba de la música, de cómo había que aprehenderla, qué sentimientos expresaba, contra quién se lanzaba, en apoyo de qué ideales políticos, a favor de qué estilos de vida, y en la que la exaltación de la biografía y las aventuras de los músicos resultaba deliberada, en un intento pedagógico por predisponer el ánimo popular a un rito que en su estructura resultaba similar al de Monteverdi durante sus óperas o al de Beethoven en sus sinfonías, pero eso sí, bajo unas coordenadas propias y como en aquellas, recreadas con lenguajes diferentes al propiamente musical.
Se abre un amplio abanico de posibilidades en torno a lo que se puede decir sobre la música, desde la pura poesía, la didáctica y la pedagogía, hasta los ensayos sobre su filosofía, repercusión social e incluso relación con la política o la cultura. Desde intentar traducir en palabras el puro goce, hasta el extremo de intentar describir su estructura y principales características técnicas o musicológicas, existe un fértil campo para la disquisición musical. Y por supuesto, los escritos que han influido en la música que se debía componer en cada momento histórico, hasta aquellos que a posteriori influyen sobre su receptividad, expresividad y forma en que debe ser interpretada. Como vemos, no todo lo que se puede escribir sobre la música atesora la misma entidad, ni posee los mismos fines, ni se dirige al mismo público.
La primera vez que escuché en directo una sinfonía de Beethoven interpretada con instrumentos originales y con criterios historicistas me quedé perplejo. Acostumbrado al heroísmo, el intenso dramatismo, con que tradicionalmente se las había interpretado, educado, a través de tantas lecturas, en el mito Beethoven y ese espíritu romántico del absoluto y de lo sublime, aquellas interpretaciones de Norrington o de Harnoncourt carecían de fuerza, de esa tensión al borde del paroxismo que un oyente tradicional siempre anhela cuando compra su entrada para oír a Beethoven. Pero resulta magnífico poseer la oportunidad de poder acceder a dos universos emotivos tan distantes soportados por la misma partitura. Y es que la emotividad no sólo la pone el intérprete, también el oyente, y ambos utilizan para ello todo un cúmulo de lecturas, experiencias culturales, criterios filosóficos, visiones políticas que colorean tanto la interpretación como su receptividad. No está mal sentir la llamada de las barricadas, o el espíritu del absoluto hegeliano, pero no son estos los únicos sentimientos que puede albergar la música del sordo de Bonn. Aunque entiendo a las personas cuyas expectativas se ven frustradas por una interpretación aparentemente anodina, suave y sin tensión dramática. Pero doy fe de que la lectura de los criterios historiográficos y musicológicos que sustentan esas versiones, resultan imprescindibles para orientar la forma en que recibimos la música y respondemos emotivamente ante ella. La contemplación como un acto puro de la voluntad individual no existe. Siempre la mente necesita asideros sociales y culturales en los que basar la interpretación que realizamos de las obras de arte que contemplamos, de la música que escuchamos. Y una lectura nos puede abrir un panorama emotivo, una nueva capacidad receptiva, que la sola música sin otros referentes jamás podrá conseguir.
A muchas personas les chirrían los oídos cuando escuchan música dodecafónica. Si hemos sido culturizados musicalmente en un mundo tonal occidental, melódico, de tensiones y resoluciones tradicionales, de acordes populares, el encuentro con este tipo de música como acto puro de contemplación resulta inapropiado. Pero no de forma distinta a cómo infinidad de músicas no occidentales serían recibidas por oyentes no habituados, sin un proceso previo de socialización y aprendizaje musical, lingüístico y cultural. El hecho de necesitar un apoyo extramusical, de que la comprensión de una determinada música precise de un esfuerzo y de la ayuda de otros lenguajes no le resta grandeza artística a la composición musical. Porque absolutamente todas las músicas con las que nos identificamos o que nos hacen sentir emociones valiosas poseen unas características de sintaxis y de entonación que en algún momento hemos tenido que aprender, ya sea durante la niñez como parte del ambiente cultural, o más tarde, ya guiados por nuestra voluntad y deseo.
El ejemplo del dodecafonismo puede resultar interesante. Porque este lenguaje fue creado “artificialmente” con unos objetivos muy claros que aparecen explicitados en obras escritas por sus propios inventores. No de forma muy distinta, por ejemplo, al lenguaje que Rameau “inventó” en el siglo XVIII y sobre el que se ha basado la armonía europea durante el barroco y el clasicismo, y en el que hemos sido culturizados musicalmente los occidentales. Para disfrutar con la música dodecafónica se precisa un esfuerzo, hay que querer disfrutarla. Yo creo que sin este deseo resulta imposible sentarse durante más de cinco minutos ante una obra de Schönberg sin sentirse asediado y golpeado por una especie de furor demoníaco incomprensible. Alguien podrá preguntar por qué querer entender algo que al principio disgusta, si existen tantas obras musicales que sin esfuerzo nos hacen sentir cosas tan maravillosas. ¿Y por qué no? La curiosidad, el deseo de desvelar lo oculto, la necesidad de querer sentir lo que personas valiosas y estimables dicen que sienten, la posibilidad de acceder a otros universos, de socializarnos en otros ambientes, de asomar la cabeza fuera de las cavernas en las que cómodamente tendemos a vivir, el anhelo por expresar este mundo con un lenguaje propio y adaptado a su propia idiosincrasia.
Pero no basta la voluntad. No hablamos de masoquismo, porque no proponemos aguantar sin más ante una obra incomprensible y esperar que por ciencia infusa nos vaya a golpear la iluminación. En apoyo del aprendizaje no sólo resulta procedente escuchar obras musicales predecesoras, sino ambientar la audición con otras experiencias artísticas y culturales, y que en este caso del dodecafonismo, son el expresionismo, el ambiente cultural de la primera posguerra europea, todo ese movimiento artístico y político que consideró a la gran cultura tradicional europea como causante de la gran debacle de la guerra. Y leer sobre cómo los propios músicos cuestionaban la tradición y con qué criterios deseaban fundar el nuevo arte musical. O consultar cómo filósofos contemporáneos a la revolución -el más conocido y leído al respecto, Adorno-, han reflexionado sobre la necesidad de modificar el lenguaje musical romántico y las causas por las que la sociedad debía afrontar el disfrute estético orientándose por unas nuevas coordenadas.
El arte, o la música, más allá de la contemplación hay que experimentarlo. Se trata de una auténtica experiencia musical, y por tanto, debemos entender que como toda experiencia vital posee una historia, unos antecedentes, una aptitud, unos compañeros de viaje, deseos, y cómo no, una crítica, algo tan absurdo –a primera vista- como el cuestionamiento continuo de sus presupuestos a la par que el goce de su escucha. Si sólo fuese contemplación, el único juicio que podríamos emitir al respecto de la música sería sobre si nos gusta o nos disgusta. En cambio, al ser experiencia, nos permite hablar sobre ella, utilizar toda una panoplia de criterios estéticos, políticos, sociales, científicos y culturales para referirnos a ella, para aprender, para transmitirla y sobre todo, para poder vivirla en comunidad.
Rui Valdivia
Por Rui Valdivia
Sentimos una necesidad vital por hablar de todo, y por supuesto, de las obras de arte. Intentar explicar en palabras los elementos fundamentales de su escucha, de su apreciación, arropar la percepción con todo un amasijo de historias, descripciones, narraciones que ponen en conexión la música o la pintura con otras vivencias y pensamientos. Porque una cosa es que la obra de arte, o la música, sea inefable, y que por tanto haya sido compuesta para expresar algo que no podría haberse comunicado por otros medios, y otra muy distinta que no debamos comunicarnos intentando describir la experiencia en que nos ha sumido, o incluso más allá, el que la experiencia artística se nutra de narraciones ajenas a la propia obra y que nos sirven para dotarla de sentido y de valor.
Pero la música no nos conmueve por sí misma, como tampoco una palabra en su mismidad fonética nos comunica nada. Los sonidos o las letras que se agrupan en un vocablo deben haberse definido o expresado a través de una cultura que los dota de significado, no universal, por supuesto, sino adaptado al contexto y la situación en el que cada palabra se incrusta. Lo mismo acaece con los sonidos musicales. Precisan de esa contextualización cultural, sin la que resulta imposible establecer patrones perceptivos y que estos se correlacionen con determinadas respuestas emotivas.
Por esta razón, lo que se dice sobre la música resulta fructífero, y creo que imprescindible, en relación a los significados sociales que esta adquiere en cada contexto. Que unos acordes de una sinfonía despierten emociones distintas en diferentes momentos históricos no depende sólo de sus sonidos, sino de cómo se socialice la música, y por tanto, de lo que se dice de ella, de lo que se hace mientras se la escucha, de nuestra predisposición y experiencias previas con estas y otras músicas, junto con otras adquisiciones culturales y artísticas.
Pondré algunos ejemplos.
A comienzos del siglo XVII se inventa la ópera. Un género nuevo que funde palabra y música en una trama dramática. Y nace porque unas personas deciden recrear lo que ellos consideraban que era la tragedia griega. Se reunían, leían textos, imaginaban en común, se ejercitaban inventando el recitativo y toda una nueva forma de cantar y de colorear musicalmente las pasiones, jugaban a inventar un género destinado en principio al puro solaz principesco y cortesano, y que sólo cuando ya fue pergeñado, saltó los palacios y empezó a expandirse más allá de estos círculos puramente académicos y elitistas. Evidentemente, la ópera no se parecía en nada al drama griego. ¿Qué importaba? Habían inventado un género que hasta hoy perdura. Pero para su correcta recepción hubo que escribir mucho sobre esta nueva música –nos han llegado abundantes textos al respecto-, y llevar a cabo un aprendizaje social y cultural que trascendía a la propia música, con objeto de que cuando el público asistiese a una representación tuviera una reacción adecuada al objetivo social y artístico deseado.
Aquellas óperas de Monteverdi y Peri, más tarde de Lully o Rameau, se olvidaron barridas por la ópera mozartiana, el bel canto y el romanticismo verdiano o wagneriano. Sin embargo, hoy vuelven a estar con nosotros. Pero este regreso no resultó fácil. Se realizó a la sombra del movimiento por la autenticidad en la música, un invento de musicólogos e intérpretes por recrear la música de otra forma, y donde nuevamente los textos, las explicaciones, el aprendizaje, la educación, en suma, la socialización, resultaron imprescindibles para que ahora podamos seguir disfrutando con la ópera antigua.
No nos confundamos, las palabras sobre la música no sustituyen al mensaje o el sentido musical, pero éste sólo puede expresarse gracias a una aculturización en los patrones musicales, en las estructuras sintácticas propias de cada estilo musical, por lo que los sentimientos de respuesta pueden resultar un tanto arbitrarios y poco predecibles al no colegirse únicamente y de forma totalmente racional de la partitura o de la sola música.
Dudo que la heroicidad de algunas sinfonías de Beethoven fuera invención suya, y por supuesto, nadie puede pensar que su dramatismo sea intrínseco a su sonido, independientemente de la interpretación y predisposición. El mito Beethoven y cómo debían escucharse sus obras, la disposición de ánimo con la que había que enfrentarlas y los sentimientos que debían despertar, sólo muy someramente aparecen en los propios escritos de Beethoven, pero sobre todo afloran en la inmensa literatura que surgió durante todo el romanticismo en torno a cómo la música debía despertar el patriotismo, la comunidad de destino, la identificación nacional y el sentimiento de pertenencia y de liberación. La música debía ayudar a crear al buen burgués, liberal y patriota, y a los conciertos había que asistir imbuido de ese talante pedagógico que el público-ciudadano aprendía de libros, revistas y conversaciones, y que en el auditorio como aula, templo o universidad se ponía en práctica en comunión con el resto de los asistentes.
El heroísmo del último movimiento de la 7ª sinfonía, por ejemplo, no se puede sentir sin ese adoctrinamiento previo, sin haber querido creer que se va a asistir a un rito. Y en ese convencimiento los textos iniciales de Wackenroder en la época del Sturm und Drang, y posteriormente de los filósofos Schelling, Herder y hasta el propio Hegel o Schopenhauer, y sobre todo del novelista E.T.A. Hoffmann, serán los que van a destilar todo esta filosofía estética, idealista y nacionalista sobre la música concreta de un Beethoven, al que convertirán en un auténtico demiurgo de la nueva música del absoluto.
Tampoco podremos entender toda la eclosión musical, ni la propia contracultura ligada a ella, que afloró durante los años sesenta del pasado siglo al margen de la literatura creada en su estela. Sobre todo, la aparición de una serie de revistas culturales y musicales dirigidas a la juventud y en la que se hablaba de la música, de cómo había que aprehenderla, qué sentimientos expresaba, contra quién se lanzaba, en apoyo de qué ideales políticos, a favor de qué estilos de vida, y en la que la exaltación de la biografía y las aventuras de los músicos resultaba deliberada, en un intento pedagógico por predisponer el ánimo popular a un rito que en su estructura resultaba similar al de Monteverdi durante sus óperas o al de Beethoven en sus sinfonías, pero eso sí, bajo unas coordenadas propias y como en aquellas, recreadas con lenguajes diferentes al propiamente musical.
Se abre un amplio abanico de posibilidades en torno a lo que se puede decir sobre la música, desde la pura poesía, la didáctica y la pedagogía, hasta los ensayos sobre su filosofía, repercusión social e incluso relación con la política o la cultura. Desde intentar traducir en palabras el puro goce, hasta el extremo de intentar describir su estructura y principales características técnicas o musicológicas, existe un fértil campo para la disquisición musical. Y por supuesto, los escritos que han influido en la música que se debía componer en cada momento histórico, hasta aquellos que a posteriori influyen sobre su receptividad, expresividad y forma en que debe ser interpretada. Como vemos, no todo lo que se puede escribir sobre la música atesora la misma entidad, ni posee los mismos fines, ni se dirige al mismo público.
La primera vez que escuché en directo una sinfonía de Beethoven interpretada con instrumentos originales y con criterios historicistas me quedé perplejo. Acostumbrado al heroísmo, el intenso dramatismo, con que tradicionalmente se las había interpretado, educado, a través de tantas lecturas, en el mito Beethoven y ese espíritu romántico del absoluto y de lo sublime, aquellas interpretaciones de Norrington o de Harnoncourt carecían de fuerza, de esa tensión al borde del paroxismo que un oyente tradicional siempre anhela cuando compra su entrada para oír a Beethoven. Pero resulta magnífico poseer la oportunidad de poder acceder a dos universos emotivos tan distantes soportados por la misma partitura. Y es que la emotividad no sólo la pone el intérprete, también el oyente, y ambos utilizan para ello todo un cúmulo de lecturas, experiencias culturales, criterios filosóficos, visiones políticas que colorean tanto la interpretación como su receptividad. No está mal sentir la llamada de las barricadas, o el espíritu del absoluto hegeliano, pero no son estos los únicos sentimientos que puede albergar la música del sordo de Bonn. Aunque entiendo a las personas cuyas expectativas se ven frustradas por una interpretación aparentemente anodina, suave y sin tensión dramática. Pero doy fe de que la lectura de los criterios historiográficos y musicológicos que sustentan esas versiones, resultan imprescindibles para orientar la forma en que recibimos la música y respondemos emotivamente ante ella. La contemplación como un acto puro de la voluntad individual no existe. Siempre la mente necesita asideros sociales y culturales en los que basar la interpretación que realizamos de las obras de arte que contemplamos, de la música que escuchamos. Y una lectura nos puede abrir un panorama emotivo, una nueva capacidad receptiva, que la sola música sin otros referentes jamás podrá conseguir.
A muchas personas les chirrían los oídos cuando escuchan música dodecafónica. Si hemos sido culturizados musicalmente en un mundo tonal occidental, melódico, de tensiones y resoluciones tradicionales, de acordes populares, el encuentro con este tipo de música como acto puro de contemplación resulta inapropiado. Pero no de forma distinta a cómo infinidad de músicas no occidentales serían recibidas por oyentes no habituados, sin un proceso previo de socialización y aprendizaje musical, lingüístico y cultural. El hecho de necesitar un apoyo extramusical, de que la comprensión de una determinada música precise de un esfuerzo y de la ayuda de otros lenguajes no le resta grandeza artística a la composición musical. Porque absolutamente todas las músicas con las que nos identificamos o que nos hacen sentir emociones valiosas poseen unas características de sintaxis y de entonación que en algún momento hemos tenido que aprender, ya sea durante la niñez como parte del ambiente cultural, o más tarde, ya guiados por nuestra voluntad y deseo.
El ejemplo del dodecafonismo puede resultar interesante. Porque este lenguaje fue creado “artificialmente” con unos objetivos muy claros que aparecen explicitados en obras escritas por sus propios inventores. No de forma muy distinta, por ejemplo, al lenguaje que Rameau “inventó” en el siglo XVIII y sobre el que se ha basado la armonía europea durante el barroco y el clasicismo, y en el que hemos sido culturizados musicalmente los occidentales. Para disfrutar con la música dodecafónica se precisa un esfuerzo, hay que querer disfrutarla. Yo creo que sin este deseo resulta imposible sentarse durante más de cinco minutos ante una obra de Schönberg sin sentirse asediado y golpeado por una especie de furor demoníaco incomprensible. Alguien podrá preguntar por qué querer entender algo que al principio disgusta, si existen tantas obras musicales que sin esfuerzo nos hacen sentir cosas tan maravillosas. ¿Y por qué no? La curiosidad, el deseo de desvelar lo oculto, la necesidad de querer sentir lo que personas valiosas y estimables dicen que sienten, la posibilidad de acceder a otros universos, de socializarnos en otros ambientes, de asomar la cabeza fuera de las cavernas en las que cómodamente tendemos a vivir, el anhelo por expresar este mundo con un lenguaje propio y adaptado a su propia idiosincrasia.
Pero no basta la voluntad. No hablamos de masoquismo, porque no proponemos aguantar sin más ante una obra incomprensible y esperar que por ciencia infusa nos vaya a golpear la iluminación. En apoyo del aprendizaje no sólo resulta procedente escuchar obras musicales predecesoras, sino ambientar la audición con otras experiencias artísticas y culturales, y que en este caso del dodecafonismo, son el expresionismo, el ambiente cultural de la primera posguerra europea, todo ese movimiento artístico y político que consideró a la gran cultura tradicional europea como causante de la gran debacle de la guerra. Y leer sobre cómo los propios músicos cuestionaban la tradición y con qué criterios deseaban fundar el nuevo arte musical. O consultar cómo filósofos contemporáneos a la revolución -el más conocido y leído al respecto, Adorno-, han reflexionado sobre la necesidad de modificar el lenguaje musical romántico y las causas por las que la sociedad debía afrontar el disfrute estético orientándose por unas nuevas coordenadas.
El arte, o la música, más allá de la contemplación hay que experimentarlo. Se trata de una auténtica experiencia musical, y por tanto, debemos entender que como toda experiencia vital posee una historia, unos antecedentes, una aptitud, unos compañeros de viaje, deseos, y cómo no, una crítica, algo tan absurdo –a primera vista- como el cuestionamiento continuo de sus presupuestos a la par que el goce de su escucha. Si sólo fuese contemplación, el único juicio que podríamos emitir al respecto de la música sería sobre si nos gusta o nos disgusta. En cambio, al ser experiencia, nos permite hablar sobre ella, utilizar toda una panoplia de criterios estéticos, políticos, sociales, científicos y culturales para referirnos a ella, para aprender, para transmitirla y sobre todo, para poder vivirla en comunidad.
Rui Valdivia
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