Cuesta imaginar una época en que esta titánica sinfonía era desconocida: empieza con los cuatro compases que hoy son los más famosos de la historia de la música (ta-ta-ta-taaa) y ha penetrado en la conciencia colectiva de un modo que poquísimas obras clásicas han conseguido.
Pero pensemos un segundo en la pobre orquesta que tuvo que estrenarla en Viena, con temperaturas bajo cero, en diciembre de 1808. Y tuvo que aprenderla sobre la marcha, pues solo se había ensayado una vez. La velada, en la que se interpretaron otras obras importantes, fue un desastre.
A pesar de todo, no tardó en reconocerse que la Quinta de Beethoven era un monumento y en ocupar un lugar en el canon para toda la eternidad. A causa de sus evidentes dependencias de las sinfonías de Mozart, señala el final de la sinfonía clásica y su influencia en los sinfonistas románticos que esperaban su turno —Brahms, Tchaikovski, Bruckner, Berlioz— fue impresionante. En su vivaz y exuberante cuarto movimiento, en el que pasa a la triunfante tonalidad mayor, percibimos su impacto sobre otros géneros, como el pop y la música para el cine (estoy pensando en ti, John Williams).
Conviene recordar que Beethoven, por entonces, estaba totalmente sordo. El milagro de su genio nos recuerda que nunca hay que subestimar a nadie.
Clemency Burton-Hill
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