Los compositores suelen dedicar sus obras a personas concretas: clientes, mecenas, amantes, amistades, familia, incluso animales de compañía.
(Se cuenta, aunque no está demostrado, que el famoso «Vals del minuto» de Chopin se llamó inicialmente «Vals del perrito», por haberse dedicado a Marqués, el animal de compañía de George Sand, amante del compositor.)
Sin embargo, cuando el virtuoso violinista italiano Paganini publicó sus 24 Caprichos, se los dedicó agli artisti, «a los artistas», sin referirse a nadie en particular.
Todo muy encantador y democrático, si no fuera porque hay que ser un artista de talento excepcional para tocarlos. Paganini, una de las primeras superestrellas clásicas, escribía música para tocarla él en conciertos, así que no es de extrañar que estas piezas sean tan difíciles.
Los caprichos, diabólicamente exigentes desde el punto de vista técnico, pero también llenos de ingenio y travesura, se encuentran entre las obras más tonificantes para violín solo. Transformaron nuestra idea de lo que podían conseguir los instrumentos y los intérpretes y elevaron el listón para los violinistas de generaciones futuras.
Con su tonalidad pura de la menor y su limpia estructura, este capricho en concreto ha sido empleado por muchos compositores —entre ellos Liszt, Brahms y Rajmáninov— como base de operaciones para alumbrar ideas propias y desarrollar nuevas e ingeniosas variaciones. Conoceremos más adelante uno de los casos más famosos.
Clemency Burton-Hill
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