Charly García es un aristócrata del espíritu… Así se autodefinió en el sofá de Susana Giménez (Susana no entendió), como en una máquina del tiempo tildada, que lleva siempre a los ’90. Es el de lo que mejor captaron el elemento activo de una época triste para los de abajo. ¿Es posible separar ese llamado a la fiesta, de su contracara desvitalizadora sobradamente visible en índices socioeconómicos? La coyuntura no lo permite, pero Charly García es una velocidad, también habitable a pesar de las coyunturas. Aristocracia igualitaria invita, gesto aristocrático imita, con la diferencia en el alma. ¿Se puede imitar algo de un inimitable? Tal vez, no se trate de la característica mímesis que no pocas veces suscitan los ídolos, ni de la identificación como constatación de zonceras proyectadas. La lengua materna se imita, como se imitan las cosas que dan placer, como se intenta copiar una habilidad deslumbrante o una técnica específica… Charly fue siempre refractario a la idolatría, escurridizo a la fijación, pero nada naíf a la hora de participar de la maquinaria de la imagen, con sus estereotipos y capturas inevitables. “Aristócrata del espíritu”, dijo… a ver si se animan a imitarlo.
1. Velocidad García
Ariel Pennisi
"Todo se construye y se destruye tan rápidamente que no puedo dejar de sonreír"
CH. G.
Charly García es un aristócrata del espíritu… Así se autodefinió en el sofá de Susana Giménez (Susana no entendió), como en una máquina del tiempo tildada, que lleva siempre a los ’90. Es el de lo que mejor captaron el elemento activo de una época triste para los de abajo. ¿Es posible separar ese llamado a la fiesta, de su contracara desvitalizadora sobradamente visible en índices socioeconómicos? La coyuntura no lo permite, pero Charly García es una velocidad, también habitable a pesar de las coyunturas. Aristocracia igualitaria invita, gesto aristocrático imita, con la diferencia en el alma. ¿Se puede imitar algo de un inimitable? Tal vez, no se trate de la característica mímesis que no pocas veces suscitan los ídolos, ni de la identificación como constatación de zonceras proyectadas. La lengua materna se imita, como se imitan las cosas que dan placer, como se intenta copiar una habilidad deslumbrante o una técnica específica… Charly fue siempre refractario a la idolatría, escurridizo a la fijación, pero nada naíf a la hora de participar de la maquinaria de la imagen, con sus estereotipos y capturas inevitables. “Aristócrata del espíritu”, dijo… a ver si se animan a imitarlo.
La voz de Charly es, en realidad, una vocecilla cuyo retintín jocoso y desafiante se mueve entre frases de canciones y declaraciones intempestivas. En el auto, en el bondi, en la calle, en la casa, las palabras de Charly, su música –que, en términos de velocidad, son lo mismo– acompañan abriendo una complicidad, como una clave clandestina que invita a la burla o habilita a pedirle gracias a una vida que sabemos absurda. Cuando suena la primera persona del singular habla el aristócrata, el que no da explicaciones, sino que comparte formas de ser o simplemente nos las tira por la cabeza; cuando usa la segunda persona llama al gesto cuidadoso o milagroso de alguien más, pide también lo mejor de cada quien, es decir, su aristoi (= aristocracia del espíritu).
Todo lo absorbe a favor de su velocidad, el rock, el pop, las canciones de amor, los manierismos clásicos o progresivos, un sintetizado tango urbano. No hay género que alcance, su cuerpo inquieto no se corresponde con ninguna sutura. Baila desgarbado en el escenario, martilla con sus dedos larguísimos, pianos y teclados, escapa de la prensa e incluso de algún que otro recital con su tranco ancho. Ese cuerpo que parece incapaz de cualquier deporte rompió su propia marca, ante ningún jurado, cuando a un año de la irrupción de 2001 saltó por la ventana del noveno piso de un hotel mendocino directo a la pileta, con la sola prueba de un lanzamiento de maniquí unos minutos antes (una vez en La noche del 10 dijo, refiriéndose al tema: “en mi parte deportiva, lo mejor que sé hacer es tirarme”). Deporte de uno solo… a ver si se animan a imitarlo.
Charly García es una estética en sentido pleno. ¿Qué hace su singular expresión con nuestro sentido común? Incluso, ¿qué hace con lo Común como un sentido? Hay una frecuencia que está íntimamente ligada a la velocidad García, como esas frases que parecen estar a la pesca del momento justo, lo suficientemente ligeras como para “no dejar de sonreír” y lo suficientemente agudas como para no dejar de inquietar. Ese momento justo… o injusto, es casi siempre un momento anímico y, como tal, conecta a la vez con la minucia del día o de la coyuntura, y con el cosmos o la absurdidad. Días largos, vidas cortas, ¡cómo explicarlo!
En 2007, cuando faltaban apenas un par de canciones para dar por terminada una serie de conciertos de Pedro Aznar y David Lebón a dúo, irrumpió en el teatro (ND Ateneo) Charly García acompañado de una prima. Atravesó el angosto pasillo de los camarines vestido con una camisa medio abierta a la fuerza (¿camisa de fuerza invertida?) y un pantalón de jean achupinado (Billy Bond contó en la radio que lo solía apodar “Chupín”), completando el cuadro con un exótico calzado: en su pie derecho una zapatilla y en su pie izquierdo una pata de rana. El músico anfibio pasó por al cuartito del catering donde probó al paso una tarta de berenjena que “pasó” con whisky. Acto seguido subió por las escaleritas que llevaban directo al escenario. Las corridas de los técnicos para improvisarle un teclado, un retorno y un micrófono dejaron ver hasta qué punto la visita no había sido planificada. La pulcra voz de Aznar, que se había tomado un té con miel antes del concierto, y el momento señorial de Lebón, que disponía de un diván en el camarín, sonaban tan bien como siempre, pero, como siempre, les faltaba algo. La prima del astro repetía con sorna: “estos dos sin Carlos…”
La palabra “astro” es parte de la retórica de titulares de la prensa para referirse a grandes deportistas y algo menos para los artistas. Como si pudieran abrir un acceso celestial o un infierno demasiado exquisito. No se trata exactamente del genio que reposa en su jerarquía mientras los admiradores confirman la distancia que los separa de cualquier posibilidad creativa. Hay quienes dicen que durante los ’80 Charly se peleó mucho con el público, que sus búsquedas no negociaron con el mercado de la música, que se dejó empapar por influencias técnicas y musicales de otros países en un contexto de redefinición nacionalista, que siempre le corrió el arco a la complacencia o a la reverencia. Es cierto. Pero fue aún más lejos: su paso dionisíaco por nuestro sentido común logró atravesar el umbral de la distinción entre comprensión e incomprensión. Gustó aun incomprendido, sedujo por no complacer, hizo pop desde el rock, cantó canciones de amor desde un escepticismo risueño, propuso el suicidio de la ciudad y se declaró contra la nostalgia: “yo ya no miro atrás”.
Las veces que se mostraron en público Charly y Diego se parecían a esos encuentros de los más grandes tenistas narrados por Vilas en algunas entrevistas: “éramos marcianos”, decía. Nuevamente la metáfora astronómica, o algo parecido. Todo lo poco empático que suele ser García con periodistas e incluso con el público, se modificaba radicalmente; con Diego le conocimos el gesto amoroso a Charly (le dijo: “lo más lindo del mundo es ser fan, yo estoy con vos, me sale el fan de adentro y me encanta”). Ante públicos masivos en la televisión, los astros vivían una intimidad a prueba de todo. En el programa televisivo de Diego, refiriéndose a su ya entonces famoso salto desde aquella habitación de hotel, lanza el piropo: “cuando estaba en el aire esperaba verlo a Dios, y no te vi”. El diálogo derivó en un pasaje político, atravesado, sin embargo, por el lastre de la frecuencia de los astros, cuando Diego indicó: “nosotros entramos a través de tu música y yo a través de mi fútbol, a nosotros la gente nos eligió por amor, no nos eligió a través de una urna”. La respuesta de Charly fue un guiño aristocrático popular: “el verdadero poder lo tenemos nosotros”. No se diga más.
2. El silencio tiene acción
Agustín Valle
Desde el fondo de los tiempos la humanidad mira las estrellas, varones y mujeres, niños y grandes, flacos y gordos, negros y blancos, todos miramos las estrellas intentando descifrar su significado, ytodos fracasamos por igual
August Blanqui
Emanuele Carrere
Algo bien metido en la historia personal íntima de cada quien, y que todxs compartimos: Charly devino folclore, esa materia común con la que se cantan las vidas, esa música que demuestra que nuestras vidas son también nuestra vida.
La música –su música, nuestra– como argamasa de lazo social argentino después de que los símbolos de la nacionalidad resultaron de terror. Allí estuvo Hebe, en el CCK, con su pañuelo blanco, con amorosa mirada de agua –porque toda la furia de Hebe es vuelto de un amor herido.
En estos días de homenaje, desfilaron personajes y menciones a casi todo el rock nacional. Con un gran ausente, Patricio Rey (leí muchos homenajes en estos días, y solo vi a Martín Rodríguez darse cuenta de que no podía contarse la historia de Charly sin su paralelo ricotero). El Indio Solari, la única persona que rechazó la invitación a ser entrevistado en La noche del 10, aquel mítico programa conducido por Diego Armando Maradona donde Charly sí estuvo, cumplió setenta hace un año y medio. Su historia es en cierto sentido el reverso de la de García; el reverso, es decir, caras de la misma historia. Patricio Rey gestó el espacio donde el cuerpo anti-neoliberal resistió, primero, y luego contraatacó –2001, revuelta ricotera–, Charly entregó su propio cuerpo a espectacularizar los efectos y tensiones de la época. El Indio, Skay, Patricio Rey, son populares –vaya si folclóricos–; Charly es un cuerpo público.
Entregó su cuerpo al Espectáculo de la posdictadura, al simulacro de la vida pacificada en base al fondo triunfante del Terror; y, en los noventa, entregó su cuerpo a la fiesta destructiva. Es el mejor de nuestros artistas de subjetividad liberal (“no necesito a nadie, a nadie alrededor”); el mejor: en la exhibición de las afecciones de su cuerpo producidas por su ser público, desmentía a la vez la individualidad liberal. Fue estrella de un cielo que servía para olvidarnos que esta tierra es una herida que se abre todos los días. Cómo no se iba a romper. Mostró el daño y el flujo tanático que deglutió la sociedad argentina. Con su rotez, Charly puso verdad en el simulacro. Éxito, triunfo, pero no está todo bien. Say no more. Y después, directamente, desde allá arriba, Charly saltó. Ahí supimos de qué están hechos los distintos –de lo mismo que los comunes, pero con arrojos diferentes.
El arrojo fue también lo que lo hizo armarse zonas de libertad artística una y otra vez; descollaba en un género, o estilo, y después fugaba para otro, volvía a descollar, y se iba a otra cosa, donde también la rompía. En sus discos acaso menos logrados, Say No More y El aguante (posteriores al gran La hija de la lágrima y al Unplugged), se advierte a un tipo talentosísimo haciendo cosas que le divierten, jugando. Say No More. Esa frase, por cierto, Charly la dijo por primera vez a unos periodistas, para dejar de hablar: la dijo y se tiró a una pileta que tenía ahí al lado. Silencio –el silencio tiene acción. De esos años, segunda mitad de los noventa, Charly rajó dando su salto más famoso. Se jugó la vida. Salió renovado: después sacó tres discos potentísimos, Influencia, y los menos escuchados Rock and roll yo y Kill gil.
Historia conocida: un policía –o sea, un hombre con uniforme, placa y arma policíaca– le daba órdenes en nombre de la igualdad de los hombres, y Charly respondió así, “¿ah, sí?”. Llamó a la prensa, testeó la caída de un muñeco, y se tiró. “Yo sabía que tenía un setenta por ciento de que esté todo bien”, le dijo a Diego cuando fue a su programa (“me dijeron que iba a ver a Dios, pero no te vi”). Diego era un igual efectivo. Ambos mostraban una distinción conquistada desde un plano de igualdad. En el pasto, en saltar. Es cierto, policía, en cierto sentido somos iguales –ambos somos alguien que está acá. En otro, no. El mejor de nuestros artistas liberales le dijo a Charly que reaccionó como aristócrata –de una aristocracia igualitaria, propone Ariel Pennisi. “Respeto mucho a los maestros”, le dijo también a D10s. A los que, desde su ser iguales, enseñan algo.
Es célebre también la visita de Charly a Susana Giménez. La diva, ejemplo de la aspiración a divinidad. Siempre igual, que no se note el tiempo, y así ser modélica y distinta a los demás. Charly, acaso, no es ni siquiera un ídolo; un anti ídolo. Varias veces traicionó la exigencia de sus huestes, haciendo discos menores, medio inescuchables, o, sobre todo, programando conciertos y luego no tocando; Charly, el astro, no era un cumplidor disciplinado. Se tiró quizá para mostrar que el astro puede caer, que puede morir –pero que se arroja, si la otra opción es cumplir la orden policial, lo ordinario. “Yo me quiero morir, no aguanto más estar aquí/ asesíname”. Un ídolo que quiere que le respeten el derecho a morirse como cualquiera, que ilustra un booklet con una foto de primerísimo plano de sus manos y dedos avejentados (Influencia), está en las antípodas de la negación del tiempo, y de la condición mortal, en que consiste el proyecto fisiológico de las elites. Hay que tener mucho coraje para estar como está (¿disminuido, diríase?) e, igual, ir al CCK. Quizá ver a Charly así guarde coherencia con su vida entera: nunca repetirse (de repetirse lo acusó un periodista “pelotudo”…). Porque así usó Charly la condición universal de igualdad como potencia de diferenciarnos; jamás ser igual a sí mismo.
Después del salto, nadó, un rato, en el agua conquistada. Uno de los periodistas le preguntó si podían meterse todos en la pileta. Que sí, contestó la estrella zambullida, alzando su brazo para señalar: desde allá arriba, sí.
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